Daniel y Freya: Una conversación epistolar… A partir de este lunes 11 de marzo.

marzo 6th, 2013 § 0 comments § permalink

Luego de un largo silencio, una tragedia inesperada volverá a entrelazar sus vidas mediante una conversación epistolar. ¡MUY PRONTO! A partir de este lunes 11 de marzo.

Cosas que suceden dentro de una cueva

marzo 5th, 2013 § 0 comments § permalink


—No era la que buscabas, pero ya estás atrapado.

—Era la que buscaba, pero no has impresionado a nadie.

—Sientes una repentina claustrofobia causada por aquellos apagones de otros tiempos e inmediatamente buscas luz.

—La humedad te empapa de la forma más cruel, tiemblas de tal modo que consigues que te expulsen. Una vez fuera ya no podrás regresar. ¡Qué dilema!

—Estilo hotel California, una vez dentro ya jamás podrás salir (entrada sin salida: no seas miedoso, tú puedes).

—Entras, te sientes a gusto, hasta podrías decir que feliz, cuando de golpe algo insospechado ocurre, algo que te va a costar caro.

—Pensabas que sólo ibas de pasada, pero no, la invitación se extiende.

—Te pierdes ahí dentro como un ratoncito a media noche.

—Te resbalas y no consigues volverte a colar. Sigue esforzándote porque afuera la cosa está que arde.

—Te dan ganas de explorar otras cuevas unos minutos, o unos segundos, sólo para investigar, por pura curiosidad. Que no se te ocurra porque no podrás regresar a la de antes nunca más.

—Anhelas ser el único, pero sabes que otros también buscan guarida en ese mismo lugar.

—Una vez dentro te encaras con otros amigos y enemigos; alguien tiene que salir.

—Tienes grandes planes, ingresas con ilusión, pero ahí ya nadie te espera.

—Lo habitual, entras, te despojas de todo lo que llevabas y aún así no es suficiente… ¡hay cuevas exigentes!

—La apertura es pequeña y descubres que como único lograrás tu objetivo es forzando una entrada. El riesgo es tuyo, atente a las consecuencias.

—La apertura es normal, aunque la sequía es tremenda. Lo mejor será que traigas tu propia cantimplora.

—Cada vez que entras aseguras que vas a regresar más a menudo, y luego resulta que nunca cumples tu promesa.

—Te cuelas asustado porque sabes que últimamente has visitado otras cuevas anónimas y podrían descubrirte si te descuidas.

—El horno no está para galleticas, así que métete ya de una buena vez por todas y lleva a cabo la transacción antes de que se arrepienta la cueva. No olvides que cueva rabiosa es cueva peligrosa.

—Introduces a alguien más (tal vez hombre, tal vez mujer), bien sabes que eso no va a resultar y tal vez termines perdiendo tu cueva.

—No te agrada su aspecto enajenado ni su tacto áspero; quisieras, si pudieras, hacerle unos retoques… Pero cuando inspeccionas su interior descubres que has llegado a un sitio tibio, placentero, cómodo como la casa de la abuelita, claro que sin la abuelita.

—Tenía buen presencia por fuera, sin embargo, una vez dentro la acogida ha sido poco hospitalaria. Te sientes maltratado, humillado, abandonado, solo solito.

—Persiste un olorcito que no te convence, pero la naturaleza no se pueden cambiar… ¡tápate la nariz!

—Descubres la cueva de tu vida por pura casualidad, hecha a tu medida, con buen clima, mala iluminación (como siempre la soñaste), para ti solito, para siempre. Te enamoras a primera vista, por fin te decides, la visitas y te sorprende cuando te das cuenta de que todo allí es perfecto y que esa es la mejor cueva de la historia de las cuevas. Te instalas de manera permanente y vives tu gran final feliz.

Por Grettel J. Singer
Texto previamente publicado en Tumiamiblog, extraído del libro Mujerongas.

La revista People en Español recomienda mi libro Mujerongas

febrero 18th, 2013 § 0 comments § permalink

Magia potente

enero 23rd, 2013 § 3 comments § permalink

La otra noche V. se animó a ir a ver una demostración de la danza, sus técnicas y en especial las coreografías atemporales de la escuela del gran José Limón que ofrecían en el Americas Society. Fuera de su trabajo y la visita mensual que le hace a su madre, V. rara vez sale de casa. Desde pequeña quiso ser bailarina, dejar que su cuerpo cediera a las señales de los movimientos que enviaba su cerebro de manera intuitiva, y que aún hoy, ya toda una mujer, sigue considerando fundamentales para su bienestar. Su padre no permitió que asistiera a la escuela de ballet. A pesar de que poseía aptitudes sobresalientes para el baile y la habían aceptado, consideraba que era una carrera o más bien una forma de vida inadecuada; el toqueteo constante por parte de los hombres era su argumento principal.

Al cumplir los 30 años se decidió a tomar clases en un estudio de ballet clásico, aunque sin ninguna intención de saldar cuentas con aquella inquietud de antaño, tan solo se dejó llevar por un intento fallido que aludía a aquello del dicho: nunca es tarde. Se compró las zapatillas indicadas, la talla más estrecha de la tabla, para ser exacta. La dependiente, maravillada, le aseguró que nunca en sus años de vendedora de accesorios de danza había conocido a alguien con pies tan delgados, y mira que había vendido zapatillas de ballet, agregó. En efecto, sus pies son menudos y por lo general los zapatos le bailan. Además, son planos y con el empeine alto en desproporción. Por consiguiente, le molesta casi cualquier tipo de calzado y suele padecer de dolores si ha tenido un día ajetreado. Curiosamente, algo similar le comentó una empleada de Victoria’s Secret hace algún tiempo cuando le tomó las medidas del busto explicándole lo improbable de la dimensión (en dado caso) exuberante según su peso y altura, aunque las fotos lo desmientan. Era una buena noticia, naturalmente, casi ninguna mujer que no se ha aumentado los senos tiene la suerte de utilizar un sostén que mida 32C, aunque sean tetas que han amamantado a varios niños y a un puñado de hombres.

Volviendo al tema de los pies, V. comenzó a tomar clases de ballet en aquel momento, aunque obstáculos fue con lo que se tropezó, y un alto nivel de frustración tanto en lo personal como aquel manifestado por la instructora. Demasiadas normas y restricciones, por no hablar de la disciplina que se exigía aún cuando la clase era para principiantes y que ella fracasaba sin un mínimo de moderación. Demasiado francés, demasiado tarde, supuso entonces. Para V. el baile era algo que le venía natural cuando se encontraba a solas, pero frente a un público su talento se desvanecía por completo.

La danza, de cualquier estilo, clásica, moderna, contemporánea, había sido y seguía siendo para ella el puente que unía las matemáticas y las emociones. De hecho, consideraba desde niña que la danza era la matemática  de las artes. Es increíble lo que le sucede al cuerpo de una bailarina, uno los reconoce de inmediato, se decía mientras se cepillaba los dientes y luego se pasaba el hilo dental intentando no fijar la vista en un nuevo grano que se le estaba formando en la misma punta de la nariz. La elegancia, la delicadeza, la postura, la seguridad de poder transmitir las alegrías, las penas, los temores, el desasosiego, la desavenencia, los conflictos humanos más profundos, es el secreto más guardado que V. atesora y su arma invencible para combatir con lo predecible que suelen ser sus días. Su cuerpo desarrollando un argumento o a veces sencillamente llevando a cabo demostraciones impresionistas mediante gestos es y había sido para V. de una pureza incomparable que le proporcionaba una suerte de escape, una manera de ser libre, absolutamente libre. Un lenguaje que habría de ser el más antiguo y legítimo del resto, la magia desplazada a través de un organismo en función de un sentimiento tan abstracto que de otra forma sería imposible exteriorizar.

Esa noche V. había llegado a casa inspirada, con ganas de crear alguna coreografía. Luego de las muestras que vio en la presentación, deseó fundirse en el baile, tallar o más bien esculpir el espacio diminuto que es ahora su casa. Como la masa que es y el grueso que lo compone, fue sacando y moldeando, puliendo con gestos y movimientos, fue obrando sobre el material invisible y formando una escultura, una pieza movible que trasportaba de un lugar a otro los estados de ánimos más intensos y extraordinarios al cual su cuerpo podía someterse de la manera más natural y sutil. La tristeza suele provocar ese comportamiento en V., el malhumor también, y el vino, ni hablar. Necesita, en principio, padecer de algún estado tóxico o melancólico, que al exorcizarlo se convierte en una especie de felicidad impetuosa y rara para quien no conoce esa faceta suya que hasta a ella misma le asombra cada vez que la usurpa.

Es lo suficiente talentosa. Es decir, posee facultades inexplicables para el baile, aunque nadie lo sabe, porque en efecto, nadie la ha visto bailar de ese modo y con semejante capacidad. Pero sí que puede, y ella lo sabe, le consta que hace de su danza una exposición noble de ritmos equilibrados cuyo resultado es un testimonio inmaculado, como una instalación en constate movimiento que va relatando un suceso imprescindible cada vez que gira. Cuando V. baila, se suspende en el aire; sus intrincados pasos y majestuosos saltos son de gran fuerza y resistencia. El cabriole, el échappé sauté, el entrechat son altos y lentos, es decir, mágicos. ¡Ay, verla bailar es un regalo de los dioses! Como toda bailarina, cuando ejerce está en busca de algo, esa constante exploración que va formando al compás de un ritmo se vuelven anécdotas, países, continentes, mientras sus brazos delgados y piernas fibrosas se extienden, se aflojan y se contraen en el espacio marcado.

V. respira profundo y deja que sus músculos se relajen en lo que espera a que el mundo se desprenda de ella. Hace sonar las mazurcas de Chopin y cae en un trance hasta la madrugada. La energía, la euforia que se impone es tal que le parece estar en un escenario frente a un público inmenso. Incorpora en su danza una rumbita y hasta unos pasos de chachachá, imaginando seguir las técnicas innovadoras de José Limón. Le habría encantado ser una de sus estudiantes. Isadora Duncan, por ejemplo, sin la afinidad por el comunismo, las tragedias personales o su horrible muerte, naturalmente, aunque elegante, sin duda. Esa sí que era una bailarina de primera, con un final de primera también.

En la danza V. encuentra una definición del silencio como en ningún otro ejercicio. Lo que sucede a su alrededor cuando es poseída es algo maravilloso. Cada gesto que va componiendo una coreografía es como el texto de una página que le va dando estructura, forma y volumen a un libro, a veces predecible y a veces experimental, pero siempre con una narración detrás que es tan real como imposible. V. esconde esa pasión y sólo la comparte con sí misma. Pero sí, en efecto, V., la simple contadora de una pequeña firma, que pocas veces se le ha escuchado hablar es además una bailarina aficionada, aunque bien podría ser una profesional de alguna compañía de baile importante.

V. se mira al espejo para estudiar ese cuerpo que va dejando el legado de su propia vida en escena sin saber cómo o por qué, guiada por el deseo habitual y sin ninguna esperanza de reconocimiento más que su propia necesidad de corresponderse y de entregarse a una misión que es vital únicamente en su mundo. Y claro, termina por reventar con sus delicadas yemitas ese grano impostor.

Por Grettel J. Singer

De Camagüey a New Hampshire

enero 9th, 2013 § 2 comments § permalink

Durante mi vida de casada pasaba los veranos en New Hampshire, a la altura del lago Winnipesaukee, en un bosque a dos horas y media de la ciudad de Boston. Cada vez que se me presentaba la oportunidad de escapar de Miami durante el mes de julio, lo hacía sin dudar con tal de permanecer lo menos posible dentro del infierno en esos meses de sauna obligatoria al aire libre. Ya los últimos días antes de partir me parecía que no iba a poder resistir el vapor y el solazo que castiga a la ciudad y sus habitantes durante esta época. Luego me iba lejos y esos días nublados y lluviosos, de vientos huracanados me obligaban a extrañar, como de costumbre, aquel sol que había dejado atrás.  Allí la vida transcurre con la misma timidez con que crecen los pinos que cubren gran parte del paisaje. Los días se desplazan de un modo suave y se apodera de mí una tranquilidad especial, con rachas recurrentes de estados placenteros, casi felices. Pero los placeres los fui descubriendo a buchitos y más bien en los últimos años. El frío húmedo, el agua dulce y la mera posibilidad de la presencia de un oso negro y hambriento cuando menos me lo imagino, no es precisamente mi idea de unas vacaciones de verano.

La casa, que es una especie de cabaña y ya cumplió los cien años, está situada justo frente al lago, en una comunidad de más o menos diez casas que han pertenecido a las mismas diez familias por más de ochenta años. El patio de la casa es un bosque que sólo en libros imaginé posible, y no me habría sorprendido toparme con algún duende refunfuñón recogiendo semillas por los senderos en los cuales paseo a menudo.

En algún momento decidí tomarle fotos a los diversos tipos de hongos que crecen alrededor de la casa y no miento si digo que descubrí por lo menos veinticinco y hasta encontré, lo que para mí parecía increíble, una familia con el sombrero rojo y ampollas en blanco como sacados de un cuento de hadas. En agosto el bosque se inunda de muchas otras variedades. Aprendí a querer ese lugar y esa casa modesta, anticuada e incómoda que fue primero de la familia de los abuelos del padre de mis hijas, ahora de su madre, en un futuro cercano será suya y más adelante pasará a nuestras hijas. Esa ha sido la intención del proyecto, construir una pequeña comunidad que conecte las generaciones de varias familias de manera indefinida por los siglos de los siglos. Es un plan ambicioso, pero debo reconocer que me habría gustado tener un tatarabuelo con ideas igual de fijas con respecto a la trayectoria de una familia.

Me siento incapaz de creer en ese tipo de empresas, me cuesta ima­ginar esa tradición familiar que en mi país natal ya se ha perdido por completo. Allí domina la urgencia cotidiana de subsistir de la manera más básica y se están perdiendo los valores más básicos de una familia y sus antepasados. No siempre fue así, cuando yo era una niña recuerdo que también me movía en una tradición parecida y durante una parte del verano nos mudábamos al campo, a la casa de mis bisabuelos que quedaba en Punta San Juan, Camagüey. Allí mi bisabuelo era el adminis­trador de una granja y había elegido un caballo que durante mi estadía era mi caballo, y durante el año escolar yo le escribía al animal cartas prometiéndole nuevas aventuras para nuestro próximo encuentro, cartas que mi bisabuelo le leía y luego me contestaba religiosamente.

En ese lugar mágico corríamos en el campo, jugábamos con los cerdos, apabullábamos a las gallinas y a los conejos, ordeñábamos las vacas, torturábamos ranas, bueno, yo sólo espiaba resignada entre las rendijas de los dedos de mis manos. Cuando llegaba el gran día de asar el puerco o desnucar una gallina, todos nos levantábamos a las cinco de la mañana para la gran ocasión que nos aguardaba. Mi bisabuela, que era el retrato de un ángel, hacía en su cocina almidón de yuca rallada para planchar. También hacía el pan, la mantequilla, el queso crema, las comidas y los postres más deliciosos que he probado. Cuidaba de su jardín, las horta­lizas del huerto, las flores. Sabía de múltiples tipos de tejidos, horneaba, le daba de comer a los animales. Sus labores no conocían fin, y los meses del año que pasaba en La Habana, se quejaba constantemente de no poder atenderlos.

Íbamos a caballo al pueblo más cercano, Punta Alegre, a buscar los mandados o a hacer alguna visita, pues éramos de la gran ciudad y de cierta forma los vecinos de mis parientes se maravillaban al vernos como si fuéramos extranjeros o seres del más allá, como mismo se maravillaba la gente de New Hampshire al conocer por primera vez una cubana (me consideraban una mujer exótica, y esperaban de mí algún arrebato de cha cha chá cada vez que me movía de un lugar a otro).

Recuerdo con inmensa dicha esas semanas de mi infancia en que hacía­mos la gran travesía para llegar a la casa de mis bisabuelos. Guaguas, más guaguas, trenes, carricoches, mareos, vómitos y una incomodidad incom­parable con lo que suele ser el viaje a la casa del lago. Luego mis bisabue­los venían a pasar el resto del verano en nuestra casa en La Habana, cerca del mar, y mi bisabuela nos contaba anécdotas de su alocada juventud y nos mimaba con riquísimos merenguitos, raspaduras y melcochas, mientras se quejaba de los dolores de la artritis durante aquellas tardes calientes de agosto. Mi bisabuelo, en cambio, contaba los días para regre­sar a su casa y a sus costumbres. Todo eso se ha perdido: los caballos, los puercos, la leche, la crema, las casitas de campo, mis bisabuelos… Las familias cubanas están regadas por el mundo, y esas casas de verano se encuentran en New Hampshire y en otros lugares muy lejos de nuestra tierra. Y ahora mis olores son los de las mantas de lana, la leña que arde en las chimeneas, bolas de naftalina, perros calientes y mazorcas de maíz a la barbacoa, en vez del olor de los cañaverales, el melao de los centrales azucareros vecinos, la hierba fresca, los excrementos de los corrales y establos, las especias y los chicharrones de puerco.

Al amparo de la nocturnidad, en vez de una guitarra guajira nos acompañaba un ukelele, o como le diría mi hija menor cuando era más pequeña, yucalady. No puedo menos que pensar en tantas noches que pasé en aquel otro campo camagüeyano, y que ahora no puedo ofrecer a mis hijas porque gran parte de los hechos, los elementos y los lugares que tejen mi tradición se han perdido de manera irrecuperable, convertidos en melancólicos testimonios que nadie sabe si podrán pasar de generación en generación.

Este cuento, publicado en Revista Conexos, pertenece al libro Mujerongas.

9 preguntas a Grettel J. Singer

enero 9th, 2013 § 0 comments § permalink

1. ¿Por qué Mujerongas?
Porque las mujerongas son no sólo las corpulentas, sino las desgarradas y las atrevidas, las que no se detienen ante ningún obstáculo ni se dejan vencer en situaciones límite, las que podemos darlo todo y mantenernos enteras. El libro es una compilación de las mejores entradas del blog Mujerongas. Los temas que más me interesan son aquellos relacionados a la mujer, tanto los asuntos cotidianos como los excepcionales.

2. ¿Quién lo publica, qué editorial?
Lo publica el sello editorial Linkgua desde España, aunque el libro estará disponible en Estados Unidos en librerías virtuales como Amazon y Barnes & Noble.

3. Háblame de la aventura de los videos de Mujerongas y el trailer del libro.
Los videos de Mujerongas que realicé con Ketty Mora fueron una especie de experimento creativo muy divertido, que tal vez en algún momento volvamos a retomar. Las dos hemos colaborado en varios proyectos, de hecho, fue ella quien dirigió el trailer del libro.

4. ¿Cómo te sientes en Nueva York, después de vivir en Miami por años? ¿En cuántos lugares has vivido?
Me fascina Nueva York, siempre quise vivir aquí, experimentar la vida en la gran manzana. Claro que llevo apenas unos meses instalada y desde entonces he tenido que viajar muchísimo por asuntos de trabajo y familiares, por no hablar del gran apagón que ha dejado Sandy y que en mi zona podrían pasar meses antes de que restablezcan la electricidad. Así que creo que todavía no puedo responder bien la pregunta. He vivido en Venezuela, Francia, Italia y unas temporadas en España y Buenos Aires. Me encantaría seguir mudándome a otros lugares.

5. Tu blog es de abordaje femenino: ¿te consideras feminista? ¿Qué significa para ti escribir sobre la mujer?
No me considero una feminista, pero sí creo que ser mujer abarca ciertas responsabilidades. Desde muy joven he pertenecido a organizaciones que abogan por los derechos y el bienestar de la mujer, y siempre me ha interesado escribir sobre temas que tienen que ver con estos derechos. Escribo mayormente sobre asuntos femeninos porque es lo que más me atrae. Las mujeres somos muy diversas y raras y neuróticas y mamás y esposas y presidentas y soldados, pero lo que realmente somos es invencibles; creo que nada se compara a la fuerza de una mujer.

6. ¿Por qué no te consideras feminista?
Porque no me gustan ni las etiquetas, ni las condiciones, ni los extremismos, pero amo a las mujeres y sus derechos. Todas me parecen bellas de una forma u otra.

7. ¿Cuándo empezaste el blog Mujerongas?
En el otoño del 2008.

8. Esos temas excepcionales a veces rozan lo fantástico. ¿Acaso la mujeronga se desborda fuera de la realidad?
La mujer es sin duda alguna un ser extraordinario. No dejo de maravillarme con muchas de las mujeres que he conocido en mi vida y sus improbables hazañas o historias de subsistencia que han sido, además, grandes lecciones para mí; o conmigo misma a veces cuando saco cuenta de lo que ha sido mi día o mi semana y cómo he manejado retos insólitos de manera impecable, con una buena olla de frijoles negros para finalizar el peor de los días.
En mi caso creo que sí, que me mantengo entre la realidad y lo improbable, lo fantástico, si se puede, aunque siempre con los pies sobre la tierra.

9. ¿Qué significa para ti ser madre (de dos hembras) y cómo serlo influye en lo que escribes?
Ser mamá es completar una especie de misión, de responsabilidad y compromiso con el mundo, o por lo menos con mi mundo. No sólo crío a mis dos hijas, estoy intentando criar a dos seres humanos excepcionales, y eso es un tremendo compromiso en la gran escala, y sobre todo en el día a día. Soy mamá en primer lugar, luego escritora, mujer, y todo lo demás. Desde luego, ser madre influye en mi escritura, en especial durante mis horarios de trabajo y concentración, que ya nunca serán como en los tiempos en el que el mudo giraba alrededor mío. Desde mi perspectiva me hace sentir un ser completo y bastante realizado en cuanto a la maternidad, aunque por momentos me rebasa, pero reconozco que no hay que ser mamá para ser una gran mujer.

Entrevista por Rosie Inguanzo publicada en tumiamiblog

A propósito de las fiestas y el consumismo

diciembre 12th, 2012 § 1 comment § permalink

Durante la época de los Reyes Magos, a principio de enero, el mercado cobraba vida y se convertía en una especie de juguetería, aunque claro con ciertas restricciones. Los días previos a esas fiestas eran los más esperados y angustiosos para un niño en todo el año. Dos semanas antes todos los niños del barrio elegían en un sorteo un trozo de papel con un número entre el uno y el seis; no sin antes hacer una cola infinita, porque La Habana era sin duda la ciudad de las colas. Si en el sorteo de Reyes a un niño le tocaba el número uno, se había sacado el premio gordo o algo parecido. Eso quería decir que el primer día que abrían la juguetería podía ir a elegir sus juguetes que eran sólo tres por niño: un básico, un no básico y un dirigido (es decir uno malo y dos peores). Si le salía el dos iría a escoger juguetes el segundo día, cuando la oferta ya había mermado. Y así sucesivamente.

Durante los años que vivió bajo ese sistema, el mejor número que le tocó fue el tres. A su hermano Julio el dos. Ese año Ofelia le advirtió a Julio que podía elegir sólo dos juguetes y exigió que el tercero (por supuesto no básico) le tocaría a Amalia, a quien ese año le había tocado el número cinco. Gracias a ese intercambio Amalia consiguió un juego de tacitas de lata, todo una belleza.

Era un sistema aparentemente justo y organizado, que en el caso de Amalia no funcionaba porque jamás le tocó ir a comprar el primer día. Sólo ese día y en el turno de la mañana, era cuando se encontraban los mejores juguetes: las muñecas más lindas (si es que habían llegado muñecas), las bicicletas, las coquetas, etc. Ya al segundo día no quedaba nada que diera la misma ilusión; y el resto tocaba elegir una pelota de goma en dos colores y una suiza para saltar o un juego de yaquis. Después hasta el año entrante. Era algo devastador porque además de sacar el mejor número, también había que hacer cola, otra diferente, y esta comenzaba días antes de la apertura de la tienda. Era común encontrarse dos y hasta tres colas bifurcadas bajo aquel sol devastador. El número uno no garantizaba mucho tampoco; había, además, que ser el primero en la cola de la mañana si se quería, por ejemplo, conseguir una bicicleta.

Amalia no se quejaba, siempre tuvo juguetes y muñecas, muchas heredadas, casi siempre calvas o mancas o tuertas. Se sentía privilegiada porque algunas de sus amigas no tenían tantos juguetes como ella y su hermano Julio. Lo que nunca logró tener y siempre anheló fue un cochecito para pasear sus muñecas por la cuadra. Se moría por uno. A veces se inventaba algo parecido a un coche con una caja de cartón que su padre había tirado en el depósito, y le ataba una soga y lo arrastraba por el barrio con alguna muñeca dentro; y era feliz e infeliz al mismo tiempo, porque con tal de llenar esa satisfacción se ponía en una situación embarazosa, aunque nadie más que ella veía la situación tan tétrica como en realidad era. De niña el único cochecito de muñecas real que pudo ver fue el que unas vecina se habían traído del extranjero: no las dejaban sacarlo a la calle para que no se les estropeara, y sólo lo había visto de lejos.

De todos modos de niña no sufría demasiado por esas carencias. Recordaba su niñez como una época feliz, y a pesar de su padre, de sus modales pedantes y sus crisis de furia y malhumor, pese a las necesidades que luego hasta le causaban risa, no fue una época mala del todo. Eran más los recuerdos lindos que tenía de aquellos tiempos, o tal vez prefería bloquear los incidentes indecorosos o transformar los negativos en positivos, sólo para protegerse.

Por Grettel J. Singer
Fragmento de Tempestades solares, novela inédita

Imagen de Sally Mann

A propósito de Sandy

diciembre 9th, 2012 § 8 comments § permalink

Te trasladas a Nueva York a principios del verano. De este horrible y desafiante verano del 2012, rectificas. Un nuevo comienzo, un makeover, por decirlo así, o un reencuentro con el destino, ¿por qué no? Apenas llegas a Manhattan debes regresar a Miami de repente para ver a tu padre, que ha estado muy mal y empeora cada vez más. El cáncer es así, la única enfermedad superior a los celos. Vas a verlo varias veces, le aguantas la mano, sus dedos se entrelazan, se agarran a los tuyos cada vez que procuras alejarte de la cama. Te despides —lentamente— del hombre convaleciente y ni siquiera lo sabes. Las despedidas nunca son lo que serán luego.

De vuelta a esta ciudad, en la cual aún tienes maletas y cajas a medio abrir, regadas, imponiendo el desorden y el caos de quien no está ni aquí ni allá, tal y como te sientes por dentro, desubicada. También lentamente, en interminables episodios propios de culebrón mexicano, pierdes a un amigo, que pensabas era, además,  “ese” gran amor, tal vez ahora el peor de los amores, a decir verdad, a la altura del cáncer y de los celos, de las mentiras excepcionales e innecesarias. Como todas las mentiras, supones. Mujeres lindas y no tan lindas, o más bien las que te producen celos y envidia y desconsuelo, que son más o menos todas. Te desarma que alguien ocupe tu lugar, aunque sepas que no tiene que ver con ellas sino contigo, con la pérdida de lo que ingenuamente imaginabas que era esencial y por tanto único. Lo que creías el valor supremo de una conexión real, intensa, auténtica entre dos personas opuestas amarradas de golpe por un giro del destino. Y ahora sólo te queda contemplar ese concepto reducido a una falsedad absoluta e irremediable. Y si fuera sólo eso. Es también aquello que configura todo lo demás: la premeditación de otros es una fatalidad que contradice la constante espontaneidad en la que vives. Te enfadas. Ya a estas alturas el amor no debería ser un padecimiento sino un complemento. Oh, well!

Fallece tu padre de pronto, aunque del modo más predecible. Acompañado por el dolor, escoltado, además, por el mal de los males que es la certeza de una muerte segura. La noche firme se asentaba y tú asistías a un concierto de Beethoven en el Youth Center del bajo Manhattan, el que queda frente al Whole Foods de la calle Chambers que luego se ha inundado —a propósito de Sandy— y ha quedado destruido, como todo lo que está a punto de ocurrir en esta historia. Apenas la mañana anterior habías visto a tu padre antes de irte al aeropuerto, y aunque se había levantado distinto, pensaste, jamás se te ocurrió que sería la última vez.

A tu lado, tus hijas escuchan la música con atención y disfrutan los instrumentos. Dos violines, una viola y un violonchelo, especifica la mayor. Entre un movimiento y el otro, uno de los músicos relata anécdotas de la infancia de Beethoven, la lucha y las calamidades que le tocó afrontar, y sobre su talento, persistente y singular, que tú amas y amaste esa noche atosigada por la nostalgia y la confusión. Tus hijas te cuestionan, extrañadas por esas brutalidades de las que se ha hablado durante el concierto en su presencia y que tú esclareces en un breve susurro repitiendo lo que ha dicho el músico: que en efecto, el origen de la sordera del niño tuvo lugar a partir de una paliza que le dio su padre, aunque a ti te parecía que se debía a una otosclerosis. Haces una nota mental para investigarlo más tarde. Entretanto, lees los textos que está enviando tu madre en ese momento, en los que dice que tu padre no pasará de esa semana, cuando en realidad no pasará de ese lunes. Observas a las personas a tu alrededor, en su mayoría familias con niños pequeños y sí, algo malcriados, al estilo neoyorquino, en el que un niño jamás se puede estar quieto bajo ninguna circunstancia por más de cinco minutos. Pero eso no lo piensas en ese momento, al contrario, te quedas estupefacta y reflexionas sobre lo perfecto que es el ambiente justo entonces, mientras recibes la información acerca del grave estado de tu padre, y nada a tu alrededor parece tan grave como lo que te sucede en ese instante, aunque sabes que la muerte está presente ahora y siempre, en cualquier rincón. El mundo exterior es en ese sentido engañoso: ves a las personas, sus rostros anunciando algo que no tiene nada que ver con el contenido real y lo que se anticipa a tu vista o a tus sentidos es un mero reflejo de algo muy distante de la realidad. Hablando de conflictos…

Marcas el número del padre de tus hijas, que también se ha mudado a la Gran Manzana y lleva varias semanas en tu departamento hasta que resuelva el suyo, y con quien por fortuna mantienes una relación extraordinaria. Necesitas del apoyo de alguien que no haga tantas preguntas y que sepa cómo ayudar mediante códigos previamente establecidos, alentar con audacia sin ser desmedido, que se ocupe de las niñas para que puedas hacer llamadas a tu madre, a la aerolínea. Debes pensar con claridad lo que vas a hacer en las próximas 24 horas mientras caminas de vuelta a casa. Los dejas cenando y corres inapetente: a hacer tus maletas, a comprar un pasaje. La enfermera te ha asegurado por teléfono que tu padre durará de tres días a una semana, pero tú insistes en estar ahí lo antes posible, lo presientes. El último vuelo de la noche ya ha despegado, y más o menos a esa misma hora él también levanta vuelo tras vomitar un líquido oscuro.

Sangras un poco, de amor, de rabia, de alguna enfermedad que está a punto de manifestarse. Pasas días en Miami, días largos que no parecen concluir ni abarcar nada en particular. En casa de tu madre las atrapa una “leve” tempestad que las deja sin luz el día entero. Las cenizas que pesan tanto o más que un recién nacido te recuerdan lo insólito que ha sido ese día y los anteriores. La caja que las contiene es negra, rectangular y sencilla. Es la mejor caja en muchos sentidos, la adecuada para viajar, les asegura el encargado de la oficina de los servicios de cremación de Cremations of America; vaya nombre que sugiere una fiesta más que otra cosa. En caso de que ella se decida a llevarlas a Cuba, que es donde estima que tu padre debe descansar en paz, esa es la caja ideal según la reglamentación de los aeropuertos; sin embargo se siente mezquina por no haber elegido una más elegante y costosa. Ella, tu madre, habla de lo que hará con las pertenencias del difunto; huele su ropa, toca sus zapatos, llora en silencio y luego solloza y te hace llorar a ti también. Miras la caja e intentas imaginar un cuerpo allí dentro y ni en el envase más fino logras insertarlo. Buscan un sitio adecuado para colocar las cenizas: en el mueble del televisor, en el closet, en la ventana, en la sala…, concluyendo que no hay un lugar lo suficiente especial para él, ni es adorno para exhibir ni trasto que hay que esconder, y cada circunstancia resulta nueva para ustedes.

*

Viajas en la cabina de primera clase y bebes una amplia variedad de cócteles con tu compañero de asiento, un desconocido que atraviesa pérdidas similares y como tú se abandona al alivio del alcohol y la charla irrelevante sobre el caos de la aerolínea en el aeropuerto de Miami, que les ha gestionado la suerte de estar allí en primera clase y sobre todo, estar allí, a pesar de que Sandy comienza a acercarse. Necesitas ver a tus hijas lo antes posible; por ese motivo adelantaste tu vuelo la mañana anterior y has tenido suerte porque ese de las 4PM ha sido el último, los demás se cancelaron. De vuelta en Nueva York, con tremendo “Cuban State of Mind”, por la falta de electricidad, te encoges de hombros. Apenas aterrizas en La Guardia te enteras de que no puedes volver a tu edificio por causa de la evacuación obligatoria de la zona. Te reúnes con las niñas y se dirigen a casa de una amiga, un lugar pequeño, diseñado para una sola persona, cuando mucho. Ahí comienza una especie de peregrinaje urbano ya que en tu edificio se ha estropeado el sistema eléctrico y no tienen idea de cuándo los inquilinos podrán retornar a sus hogares; además la gasolina del garaje del edificio vecino se ha infiltrado en el sótano haciendo de tu hogar un lugar “inhabitable”. Los rumores te asustan, podrían ser tres o cuatro meses… es decir, el próximo año.

Deseas llevar luto. Analizas lo que es un luto tradicional, el color y el estado de ánimo, e incluso eso parece un lujo. A pesar de lo que dicen de ti, realmente no eres una gitana. Nada más reconfortante que la cotidianidad serena que organiza tus días y que durante este desastre se ha disuelto por completo. Empacas y se mudan de nuevo a casa de otra amiga unos días y más adelante a la de un amigo. Lloras por algún motivo, o todos. Tus hijas se comportan lo mejor posible, también están rebasadas.

Son las 11:11 de la mañana. Últimamente has descubierto que ese número es persistente y que a menudo cuando miras el reloj es lo que apuntan las manecillas sea AM o PM. En la nueva casa de tu ex, tu más reciente traslado temporal, desde la que fue tu cama matrimonial, miras exasperada tu edifico oscuro y abandonado al otro lado de la calle West. Piensas lo raro que todavía se siente que él sea tu ex después de llevar separados casi tres años y medio, por no hablar del otro ex, el más reciente. Es inevitable llegar a esa ridícula conclusión que adoptas cuando no encuentras la lógica: ¿cuál es el propósito de las uniones si van a terminar en separaciones? Hoy has recibido un correo electrónico en el que prometen que la electricidad está a punto de volver al edificio. Ya ha pasado más de un mes y sin embargo la noticia te produce un estado de pánico. Mientras todo estaba mal era más fácil. Oír a la gente quejarse de situaciones menos complicadas que las tuyas te confortaba, te daba una medida de lo básico y elemental de tus propias necesidades. Y ahí sigue tu edificio, la ventana de tu casa, la única ventana en todo ese espacio, frente al edificio del padre de tus hijas. Detrás de ella hay algo de lo que es tuyo, o por lo menos lo que te gusta, y se despierta el miedo otra vez, debatiéndose entre la suerte y la duda.

Admites las ventajas que has descubierto al verte perdida, husmeando en lo que es fundamental, en la carencia absoluta de aquello que llamabas hogar. Cobras la ligereza de los verdaderos propósitos, más allá de la comodidad y la seguridad ideológica o emocional que te sostiene desde hace algún tiempo. Vuelves a valerte por ti misma y la suerte no es más que un atributo inoportuno e inclemente que se aprovecha de ciertas debilidades que de otra forma permanecerían ocultas. Acechas la ciudad y su ritmo, tu edificio —que sigue pareciendo un fantasma—, y te empeñas en recordar el paseo por la rampa helicoidal del Guggenheim, y su presencia que ya no era la misma, apenas el halo de un ser extraño, muerto para ti, aunque no del todo, como tu padre. Tiene que existir alguna analogía entre esas dos pérdidas, entre todas las pérdidas, de hecho. Él entonces se zafó de tu brazo y se fue a curiosear a una de las galerías que se desvían de un pasillo del museo. Se alejó, como es habitual, y eran las 11:11, como es habitual también. Te recostaste sobre el muro cilíndrico de uno de los niveles, el más alto, crees recordar ahora. Precisabas detallar lo que te sucedía por dentro, que tenía mucho que ver con lo que sucedía por fuera. La gente era como un relleno. Es lo malo de ver el panorama desde arriba, una especie de maqueta en la que se repite una y otra persona, acción y emoción, y recuerdas por la enésima vez que lo más importante, lo indispensable podría acabarse allí mismo en ese instante, sobre esa maqueta que representa la espiral en la que estás metida, aunque más perfecta imposible, al menos desde el punto de vista visual y arquitectónico.

La cola para comprar las entradas se consume y se vuelve a formar. Las mujeres entran y salen del baño, los hombres acuden con menos frecuencia. Un niño corre hacia su madre y otro se aleja con picardía. Una pareja se besa y otra discute; también aparece en escena la pareja que ha dejado de ser pareja hace ya varios años. Las viejitas se sostienen de sus bastones y los jóvenes hablan demasiado alto, el típico artista frustrado comenta su punto de vista entre un cuadro y el otro, los asiáticos toman fotos con enormes lentes, y muchas otras personas lo hacen con sus teléfonos, para colgarlas en Facebook, Twitter, Pinterest, Instagram y cualquier otro medio posible, indagando en la prioridad del día cuando hay tanta gente en la ciudad que aún está viviendo en refugios. En cierta medida, es la única manera de seguir, junto a las condiciones precarias ha de coexistir ese otro universo paralelo que no se detiene ante la desgracia o en este caso, esa magnífica exposición de Picasso que tanto te ha hecho pensar en lo egoísta que es el hombre, en especial él, y el propio Picasso, a pesar de su impresionante obra y de lo poco que sabes de su vida. Prosigues con tu Armagedón interno, mientras él mantiene la farsa y permanece metido en un cuarto, con la cabeza en otro lugar y cuando regresa, con sus típicos planes turbios y dañinos, sabes que es hora de renunciar de una buena vez.

*

Has comenzado a nadar 5 y hasta 6 veces por semana, 850 yardas por día. Has encontrado que nadar es una manera de olvidar, de arrastrar el agua hasta un punto infinito, mental. Piensas en las yardas que se acumulan cada día, no son tantas, pero al menos estás siendo consistente. Las imaginas como un material más tangible que el agua, como una especie de tela, que es exactamente la referencia que te da la palabra “yarda”. Esta tela es una exquisitez, no existe en ningún otro lugar y aunque existiese, nadie sabría manejarla excepto tú. Se extiende con increíble flexibilidad y en apenas dos semanas de nado acumularías suficiente para cubrir el camino desde esa piscina hasta la puerta del Guggenheim. De hecho, con el agua de esas yardas podrías cubrir la ciudad entera en menos de un mes si continúas siendo disciplinada con la natación. La imagen que se te presenta es hermosa y sofisticada, el propio Christo sucumbiría a los ingenios de esa instalación espectacular, si fuera factible. Te empeñas en crear un mundo que no está al alcance de tus dominios, y eso está bien, mientras haya belleza hay esperanza; uf, detestas esa última palabra, te recuerda a algún líder indecoroso. Pero esperanza es lo que necesitas ahora mismo, y es incierta, ya se sabía, pero también lo ha sido el mundo desde el comienzo y nada lo ha detenido. Entonces regresas a tu casa, a tu hogar y le das una limpieza profunda con bastante cascarilla, alistas a tus hijas y las dejas en el colegio, cocinas, bailas, te mimas, te hablas y te recomiendas a ti misma tenerte paciencia, te tumbas en la cama y haces un buen ejercicio de llanto, sin rabieta ni ira, un ejercicio simple en el que te desprendes del malestar acumulado de los últimos meses, y todo vuelve a caer en su lugar: lo bueno con lo malo, lo lindo con lo feo, y encuentras de nuevo un equilibrio estimulante que te llena de fuerza e ilusión.

Por Grettel J. Singer

Los invito a que vengan mañana a las 7PM a la Alianza Francesa donde estaré leyendo algunos cuentos de Mujerongas.

noviembre 13th, 2012 § 0 comments § permalink

MUJERONGAS el libro a la venta ya

octubre 31st, 2012 § 0 comments § permalink

Trailer dirigido por Ketty Mora

Disponible en:

En paperback (Amazon)

Como Ebook (iBooks)

El diablo en el cuerpo

agosto 2nd, 2012 § 1 comment § permalink

Un desconocido es por lo general quien te salva la vida, teniendo en cuenta la naturaleza imprevisible de los accidentes en sí. Llevaba el diablo en el cuerpo hacía meses, años, creo entender ahora, de locura física y desequilibrio químico. La rabia del desamor, de un despecho crónico, de una enfermedad sin igual y desproporcionada por completo me atormentaba día y noche. La lógica, implacable siempre y con su estado de cuentas al día, no mentía. Un orden impecable enumeraba los motivos que legitimaban una ruptura sentimental sin posibilidad alguna de retroceder a aquél tiempo idílico. Pero Otis Redding combatía asuntos similares con uno de sus temas que era también mi tema y resumía en varias estrofas mi padecer a partir de un reclamo improvisado aunque no menos intenso, compuesto en su mayoría por una vil desesperación idéntica a la que me atormentaba a mí.

El clavo parecía no llegar nunca. Ese clavo que todos mis amigos coincidían en que podría ser el salvador y justiciero, el remedio santo, según las estadísticas. Se podría decir que los sueños son capítulos misteriosos de un universo que no pertenece a la vida real, y sin embargo constituyen a una parte de la memoria tan fácil de sincronizar con la realidad como cualquier fragmento extraído del pasado al que aludimos una y otra vez a nuestro antojo. En otras palabras, un sueño tiene también el potencial de ser un agente del pasado y por tanto un conjunto de imágenes recicladas que conforman hechos reales, o así es como había determinado manifestar algunos de los sueños más memorables a través de mis noches más solitarias: vívidos recuerdos.

Esa noche en particular me tumbé en la cama convencida de que sin su amor me marchitaría irremediablemente. Como las solteronas de los siglos previos o como la fruta verde que de golpe se infesta de moho, o lo que es peor aun, la carne fresca que se pudre y sólo atrae bichos con su tufo rancio. ¡Oh, Dios, por ese mismo camino de descomposición iban mis carnes y mi tufo! La fortuna que regentaba mi vida familiar y profesional parecía desteñirse apenas estimulaba un concepto relacionado a la separación en cuestión o a ese impulso irrefrenable de llegar a sus brazos, de recibir un abrazo de sus brazos. Tomé algunos medicamentos con tal de conciliar el sueño y obré en función de los típicos rituales fantásticos a los que nos sometemos las personas que como yo han pactado con la bestia del amor, lanzándome a las profundidades de una pasión que no se expande en ninguna dirección excepto hacia el fondo de un vacío oscuro y sin otro propósito que desentenderse de la realidad.

En virtud del insomnio habitual que me visitaba noche tras noche y muy a pesar del cóctel de píldoras que entonaba mi negrura, me dispuse a contar ovejas; no fueron pocas. Pronto alcancé a tener varios rebaños y diferentes razas de ovinos que saltaban con los nervios a flor de piel por encima de cercas doradas guiñándome un ojo antes de descender hacia el otro lado donde se amontonaban dejando la desagradable impresión de los corrales superpoblados o algo por el estilo. Por esa razón suponía que iba a tener pesadillas y no un sueño con el dichoso clavo. Al abrirse la pantalla me encontraba en la fila de un comedor de colegio. Marcada, creí entonces, por los traumas y el hambre vividos en el tercer mundo, llené mi bandeja con más comida de la que podía ingerir en una semana. El menú del comedor se veía apetitoso y la abundancia en mi plato, decidí luego de analizarlo con más calma, simbolizaba el copioso estado doliente que contenía por dentro. Cuánto me urgía desembucharlo y transformarlo en otro tipo de afición más noble y menos exasperante.

Enseñé mi carné a la dependiente de la caja y tras un ademán de reprobación en su rostro salí a buscar un lugar para tomar asiento en el patio bajo la sombra. Sorprendida al encontrar a mi amiga Loren en la esquina de una mesa de picnic llena de celebridades junto a otra amiga en común con su marido que suele codearse con los famosos de Hollywood, proseguí hacia ellos deslumbrada por la grata sorpresa. Frente a Loren había un asiento vacío y me acomodé; al lado estaba George Clooney dándome la espalda. Me fijé en la ensalada que picoteaba, aburrida y desabrida, como su camisa beige de lunares blancos y su actuación en The American. Apenas notó cuán próximos se encontraban nuestros cuerpos se dio la vuelta y detuvo la vista en mi bandeja, en el exceso de carnes, quesos, frutas y varios postres de chocolate, crema y coco. Vaciló mi delgadez y sonriente buscó mi mirada también alegre. Luego comenté mis sospechas sobre su ensalada y la variedad de lechuga tan insípida y lamentable que había elegido; ni siquiera era de las oscuras mucho más rica en vitaminas y minerales como el berro o las espinacas, y esa en particular carecía de buen aspecto. George levantó su tenedor entusiasmado y comenzó a robarme comida y a beber de la cerveza que de manera inverosímil aunque natural retiré del comedor del colegio. Enseguida me percaté de que se sentía en casa conmigo. Siempre he sabido cuando alguien halla un lugar tibio y seguro en mi compañía, y George no pretendía esconder el súbito sosiego que le provocaba mi presencia.

Si no se hubiese tratado de George Clooney habría sido una historia de amor a primera vista como cualquier otra. Pero en efecto, era George Clooney, que a fin de cuentas seguro se ha enamorado alguna vez de la misma manera que lo hacemos los demás. George me detallaba con su cara risueña y mirada obcecada e insondable, con la misma de los días de ER con la que había conquistado a Carol Hathaway, excepto que la enfermera era un personaje ficticio y yo no, ya que en mi sueño me representaba a mí misma y George Clooney no era otro personaje que George Clooney.

¿Cómo explicarlo? Tuve la sensación de que George estaba rebasado con el suceso, que nunca antes había conectado con alguien como conmigo esa tarde, dispuesto a conocer hasta el cimiento a esa extraña que le despertaba curiosidad y deseo. Me dio a entender con gestos y miradas previamente ensayadas que después de todo por fin me merecía y que ya nunca más nos separaríamos. Esa cualidad de incondicional que exijo en una relación, él me la ofrecía con firmeza y sin el menor esfuerzo o fantasma dudoso. Ese pase lo que pase, como los pilares de acero que no se derrumban auque se expongan al peor desastre natural y que para mí es esencial cuando dos personas se aman, él me lo obsequiaba con absoluta certeza.

Después del almuerzo continuamos con el juego de las miradas y roces leves, aspirando los olores que fluían entre charlas, pensamientos y reflexiones. Ya los amigos habían desaparecido sin despedirse y de golpe advertí que el sueño llegaba a su fin. Anuncié algo tristona que debía marcharme y me sujeté del banco para levantarme. Apenas alejé la mano izquierda, George la tomó aferrado y decidido. Me preguntó si era posible acompañarme un rato más y le expliqué que era preciso que me fuera en ese instante a recoger a mi hijo a la escuela de lo contrario me retrasaría. Entonces se me ocurrió proponerle que viniera conmigo. La idea pareció agradarle y de inmediato me preguntó si tenía algún aparato en casa en el que pudiera ver un documental ya que necesitaba tomar notas y enviar esos apuntes a alguien antes de la medianoche a través del correo electrónico. Respondí que sí, que podía usar mi DVD player o en cualquier caso mi ordenador (aunque este último detesto compartirlo y me parece que George lo percibió al toque porque esbozó fugazmente esa risita macabra de quien intenta expresar lo opuesto a lo que está sintiendo). Le avisé que en cuanto llegara a casa me ocuparía de mi hijo, los deberes escolares, baño, juego, cena. A partir de las ocho de la noche dormiría como un ángel o más bien como una piedra pero le dije ángel para no confundirlo porque en el sueño pensaba en español aunque me comunicaba con George en inglés, y la traducción literaria de alguna metáfora no venía al caso. Le aseguré que una vez el niño durmiera me dedicaría a sus cuidados, ver el documental juntos, tomar unas copas. Aceptó y me acompañó a la escuela.

La gente en la calle no nos quitaba los ojos de encima y yo por momentos olvidaba que se trataba de Geroge Clooney y cuestionaba extrañada las miradas sorprendidas y el cuchicheo de los espectadores. Al rato caía otra vez en la cuenta y se lo comentaba incrédula. —¡Claro, es que eres George Clooney, por eso nos miran boquiabiertos! —Él, sin inmutarse en lo más mínimo continuaba absorto mientras marcaba pasos firmes y casi sonoros. Supuse que estaba acostumbrado a la atención de los desconocidos y algunos conocidos míos que aparecían al azar. Su interés lo dirigía hacia mí en su totalidad y no me quedaba claro cómo garantizarle que haberlo conocido esa tarde me había conmovido de igual modo. ¿Cómo dejar de aparentar que aún me recuperaba de un mal amor cuando de repente parecía sanarme en menos de un día sin ningún tipo de venganza? Justo en ese momento lo vi en la distancia, parado en una esquina como esperándome. George me tenía agarrada de la mano todavía y fijó la vista en el sujeto pero enseguida la desvió descartando la amenaza. Era el momento que tanto había esperado, en el que emergía de mi propio sueño sostenida por el brazo de otro hombre, de George Clooney nada más y nada menos. Eat your heart out!, vaya, es lo que habría pensado si el gesto en su cara no habría sido tan entrañable y la familiaridad del encuentro tan grata a pesar de la circunstancia.

A la mañana siguiente mientras preparaba el desayuno y colaba el café pude atribuirle significados más apropiados a ese encuentro. El odio almacenado se había evaporado. Dejé de desear que se accidentara el avión que una y otra vez lo había apartado de mí. De vuelta en el sueño continué caminando al lado de George. Reparé en cómo la piedra que llevaba en el estómago hacía algún tiempo perdía peso a medida que nos alejábamos y a cambio se filtraban mariposas. Cruzamos la esquina hasta llegar a la escuela de mi pequeño. Le presenté a George y a pesar de lo tímido que suele ser se mostró contento y hasta le enseñó el hueco en la encía del diente que había perdido la noche anterior. Dejó que George lo levantara en peso y recostó su cabecita el resto del recorrido sobre el hombro de mi nuevo amigo. Tuve la impresión de que me rescataban y me llevaban de la mano por un camino iluminado. Un nuevo comienzo se avecinaba con George Clooney.

El niño ya dormía y me acosté al lado de George a conversar. En esas horas en las que nos habíamos separado se habían acumulado varios temas que precisaba compartir con él. Me invadió un terrible deseo de ir al baño y aguanté todo lo que puede porque sé lo improbable que suele ser conectar con el mismo sueño… no lo voy a saber yo. Desde que di a luz lo único que se me ha encogido es la vejiga y el capricho no pudo ser más inoportuno y habría sido el final de cualquier sueño tan fantástico como ese del cual era parte. Así que me despedí de Geroge agradecida por se gentileza, por inculcar la ilusión de un futuro más allá de la desesperanza. Él me miró sobrecogido por una ternura inexplicable desestimando que en los sueños ir al baño representa el final de una historia. Convencida de que ya no volvería a verlo lo abracé y le susurré que ojalá regresara pronto. Él me miró embobado y soltó una pequeña carcajada  que inundó la habitación. Me fui con los ojos cerrados hasta la taza reviviendo las escenas del sueño con la idea de reconectarme de nuevo en cuanto regresara a la cama. En efecto, tan pronto entré en escena ya era la mañana siguiente y George y yo estábamos desnudos en mi cama. Abrí los ojos y encontré su espalda, que en realidad era la espalda del otro, ancha y delgada, y el olor, sí también el olor del otro, a fabrica de cartón combinado con alguna esencia de los bosques de Nueva Inglaterra, pero qué importa, eso no lo supe en ese momento sino cuando me desperté, por lo tanto el recuerdo continuaba siendo auténtico aunque también lo fuera la referencia, por desgracia. Si habíamos hecho el amor no lo recordaba, pero me sentía satisfecha, en un estado de absoluta plenitud. A partir de esa noche surgió un encuentro con George casi a diario y poco a poco ese clavo fue sacando el otro clavo. Poco a poco.

Por Grettel J. Singer

Schiaparelli y Prada: Conversaciones imposibles

julio 19th, 2012 § 0 comments § permalink

La exhibición de vestuario de esta primavera en el Met está por terminar a mediados de agosto. Fue un gran deleite ver las creaciones y sobre todo los videos de los diálogos utópicos aunque no menos auténticos, entre las diseñadoras italianas Elsa Schiaparelli y Miuccia Prada, iconos de la moda en diferentes eras. La idea de esta colaboración fue inspirada en una entrevista que salió en la revista Vanity Fair en la década de los 30s del artista y escritor mexicano-americano, Miguel Covarrubias: Entrevistas imposibles, e intenta explorar las asombrosas semejanzas que unen a las dos diseñadoras mediante sus trabajos más innovadores por medio de un dialogo ficticio sobre la alta costura como una extensión del arte y la cultura de todos los tiempos.

Son siete galerías y están divididas en los siguientes temas:

De la cintura para arriba/de la cintura para abajo: se concentra en el uso del detalle decorativo de Schiaparelli durante los buenos tiempos de la década de los 30s y la expresión simbólica de la modernidad y la feminidad por parte de Prada. Los sombreros más conocidos de Schiaparelli y el famoso calzado de Prada.

La chica fea: revela los ideales de belleza y el glamour que las mujeres han tenido a través de los tiempos jugando con el buen y el mal gusto mediante colores, estampados y texturas.

La chica dura: explora la influencia de los uniformes y el vestuario masculino como promotor de una estética que contradice y a su vez eleva la feminidad.

La chica inocente: se enfoca en cómo los diseños de ambas adoptaron una sensibilidad infantil perturbando las expectativas de la moda según la edad de una mujer y lo que se espera de su estilo personal.

La figura exótica: indaga en la influencia de las culturas orientales, las telas metálicas, los saris y sarongs de playas.

La figura clásica: que además incorpora la figura pagana y explora el indudable compromiso de ambas diseñadoras con la antigüedad, enfocándose en los finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIV.

La figura surrealista: la última de las galerías ilustra cómo ambas diseñadores han causado un efecto en la imagen de la mujer contemporánea mediante ciertas prácticas surrealistas como la sustitución, el juego con la escala y la distorsión entre la realidad y la ilusión asimismo como en lo natural y lo artificial.

Una maravillosa exhibición de dos de las más grandes diseñadoras separadas por el tiempo pero unidas por el buen gusto, la manera de provocar y de utilizar el diseño como esculturas que representan no sólo la moda, sino la cultura y el poder femenino, materializando o más bien desmontando la esencia del tiempo, convirtiendo sus piezas en obras de arte que cobran vida y una personalidad diferente según el cuerpo que las exhiba. Es un arte que necesita de la figura y gracia humana para ser arte. En esta fantástica conversación ambas cuestionan y redefinen la belleza y el glamour como retos personales y no generales, que tienen que ver con los riesgos y los miedos de nuestra propia identidad y personalidad. La sofisticación abstracta de Prada y la influencia surrealista de Schiaparelli aportan roles importantes en el diseño de la moda y el desafío de crear más allá de las tendencias de cada temporada. Aproximadamente cien diseños y cuarenta accesorios componen esta inolvidable exposición.

Por Grettel J. Singer

Semen en mi plato

julio 4th, 2012 § 0 comments § permalink

En el video blog de Mujerongas, Ketty y yo nos lanzamos a preparar unas recetas cuyo ingrediente principal fue el semen. Como bien se sabe, el semen es bastante nutritivo y además de la textura tan apetecible, contiene propiedades maravillosas. Es un ingrediente económico y fácil de producir y nos atraía la idea de darle un giro inesperado a la mala fama que siempre ha tenido a la hora de ingerirlo. Tal vez cuando prueben algunos de los platillos que preparamos se animen y comiencen a aceptarlo como un ingrediente más en la cocina.

Si no lo sabían, este potente brebaje posee además otras funciones también provechosas para la respiración sanguínea actuando como una especie de suero tónico para el organismo. Tragar semen tiene efectos muy saludables, sin duda, y a partir de los informes que he leído en un diario español sobre un estudio que se hizo en la Universidad de Carolina del Norte (USA), tragar el semen de sus parejas aleja la posibilidad de cáncer en las mujeres. Científicos han desarrollado esta extraña, pero al parecer muy contrastada teoría. Según estas investigaciones, ha sido probado que las mujeres que se tragan el semen eyaculado por sus parejas tienen un 40% menos de posibilidades de desarrollar tumores.

El semen fresco debe ser consumido o cocinado en horas próximas a la eyaculación. De lo contrario es preciso refrigerarlo y dura hasta tres días. Lo más conveniente es congelarlo para minimizar su deterioro. Para descongelarlo no conviene meterlo en el microondas sino dejarlo en el refrigerador unas horas para que se descongele lentamente. Además de las propiedades y características que ya conocíamos, como proteína, aminoácido, fósforo, sodio, zinc, potasio, enzimas (no recuerdo cuáles), ácido cítrico, vitamina C, glucosas, fructuosas y otros azúcares (de los recomendables no los inventados por el hombre), etc., etc., se ha comprobado que ese juguito condensado podría ser uno de los mejores antidepresivos así como lo es el chocolate o el Xanax, pero sin las libras de más que aporta el chocolate o los efectos químico y adictivo del Xanax . La piel, en especial el cutis, agradecerá la mascarilla hidratante que ayuda a reducir líneas indeseadas.

Así que a practicar la felación y a tragar dos o tres veces por semana… por lo menos hasta que se convierta en un tratamiento tradicional y lo fabriquen en píldoras y cremas o a alguien se le ocurra abrir un café de semen para que todas las mujeres (no sólo las que tiene acceso directo) puedan beneficiarse de las propiedades de este producto natural que tanto se desperdicia a diario.

Las recetas han sido extraídas y en algunos casos modificadas del libro “Natural Harvest: A collection of semen-based recipes”

Trago: Un ruso casi blanco
-2oz vodka
-1oz licor de café o chocolate
-1/2oz de semen
-leche o crema
-hielo

Echar el vodka, semen y licor sobre el hielo. Revolver y agregar un chorrito de leche o crema.

Aperitivo: Almejas aderezadas por él
-algunas almejas
-bastante semen
-hielo
-limón y pimienta para adornar

Aderezar las almejas al gusto. Las almejas se pueden sustituir por ostras.

Plato principal: Sashimi de atún con salsa cruda
-1/4 salsa de soya
-1/2 aceite de maní
-2 cucharadas de aceite de sésamo
-1 cucharada de jengibre de rayado (OJO: el jengibre acentúa el sabor del semen)
-1 cucharada de semen
-ensalada

Cortar en tajadas finas el atún y dejarlo a un lado. Batir el resto de los ingredientes. Servir el atún con la salsa. Adornar con ensalada.

Postre: Eclair personalizado y Flan bien cremoso

Ambos postres los compramos ya hechos, pero seguir receta típica y echar semen al gusto para adornar. El flan queda bien cremoso.

Grettel J. Singer

Reflexiones cotidianas II (La oreja)

mayo 6th, 2012 § 6 comments § permalink

Como cuando uno comienza a enamorarse y lo que nos mueve por dentro va más aprisa que lo que sucede por fuera. Una impresión, opuesta a cualquier razón o inteligencia, avanza al descaro como un capricho infantil guiado por una intuición que nace –o resucita- de la nada. Devoción, sería la palabra exacta.

Esa tarde cuando se subió a mi coche sonaba un bolero que cantaban Gema y Pavel. Llevábamos queriéndonos poco, menos de veinticuatro horas, y si dejábamos de vernos unos minutos enseguida patinaba sobre lagunas en cuanto a ciertos rasgos físicos y gestos, aunque recuerdo haber mirado, cautivada, su oreja izquierda. En ese orden comencé a memorizar su cuerpo. Era la primera vez que había puesto mis ojos sobre ella y recuerdo haber pensado eso mismo, que nunca antes había visto esa oreja, ni una parecida. Estaba reconociéndolo, igual que en una cita médica. El tamaño, la forma indiscutiblemente rara y sin duda peculiar de una oreja, las suyas en particular, llenas de vericuetos que nacían y morían sin precisar borde ni esquina. Esa oreja a cuyo cuerpo ya mi alma pertenecía irremediablemente. Se podría decir que ambas orejas, pero esa en especial era mía. La nuestra fue una relación que comenzó, se prolongó y finalizó en mi coche; era yo la que siempre conducía y esa era la oreja con la cual siempre coincidía. Esa oreja era más allegada a mí que cualquiera de mis propias orejas que apenas he estudiado con indiferencia.

Podía verme a mí misma desde afuera analizando ese órgano de alguien casi desconocido, que horas antes llevaba una vida que poco tenía que ver con la mía. Ni imaginarme que a partir de ese momento el equilibrio en nuestro mundo dependería de una sonrisa en común o una leve expresión en sus ojos o mis labios entumidos, un grito, un silencio, una duda. ¿Lo habrá sabido él entonces? Yo sí, lo supe al instante. Un precipicio se abrió de pronto y me lancé, llevándolo conmigo. Desde ese fondo en el que nos arrastrábamos supe que la oreja era la culpable, la que marcaba un antes y un después.

Luego le acaricié la nuca y descubrí ese nódulo inexplicable que no he encontrado en nadie más. Metí los dedos dentro de las dos orejas raras y de una fisonomía medio romana, como su nariz —y hasta me atrevería a concluir que eran atractivas. Me detuve en sus mejillas ardientes, acicaladas con una arruga profunda en vertical por el lado izquierdo. Tenía muy cerca sus ojos, sus labios carnosos y anchos, demasiado anchos, demasiado carnosos. Si apartaba la mirada un segundo todo perdía sentido. Fue ahí cuando supe que ya me había encadenado, que lo iba a querer demasiado, que lo iba a abandonar todo por él, que cambiaría el curso de mi vida con tal de estar lo más cerca posible de ese extraño; disponible en cuerpo y alma, vaya. Un imán. Su cuerpo era ese imán, y cada cosa que salía de su boca me atraía hacia él, hacia su caos.

Apenas el día antes había amanecido en mi casa sin el menor reparo, sin mi permiso y sin tocarme. Cuando me desperté ya ronroneaba por la sala, y me agradó su presencia, su suavidad, la calma y el orden que imponía en tan poco tiempo, la prudencia y a su vez el atrevimiento en su justa medida. Esa apariencia de que dos seres tienen una larga historia aunque en realidad se acaban de conocer. Ah, sí, ahora lo recuerdo, estaba parado frente a la meseta de la cocina cortando unas frutas e hirviendo agua para preparar un té. La tetera, las tazas y la azucarera ya estaban sobre la mesa. Y él frente a la tabla de cortar, inclinado, casi besándola, tajaba con esmero una pera y unas fresas. Qué manera tan hermosa y delicada de trocear las frutas en tamaños exactos, de embellecer dándole nuevas formas a lo que ya era bello. Todo aquello me parecía una elaboración perfecta, una celebración de los rituales de la comida y del placer.

Salpicó algo de azúcar sobre las fresas y eso me causó gracia. Sólo a un caribeño se le ocurriría. Nos sentamos a beber el té y a mordisquear las frutas. Me sacó de entre los diente una semillita de una de las fresas y tras examinarla se la tragó. Alguna cucharada llevó a mi boca sonriente, mientras descifrábamos la música de mi Ipod, reparando, hojeando entre libros regados por ahí y por allá. Pasamos en eso varias horas, horas en las que podía sentir cómo calaba dentro de mí de la manera más irritante: la permanente, —y en lo más profundo, pero esa parte no la supe hasta mucho después. Era el accidente que no se podía evitar, porque no es para todos el milagro de un gran amor, ni tampoco la desdicha en la cual suele convertirse.

Y lo dejé allí sentado, en la orilla de una calle donde alguien lo recogería más tarde. Huí sin mirar atrás. Aquello de pronto me pareció una emboscada sentimental. Pero él se había quedado conmigo y el vacío en el asiento del copiloto se hizo gigante. ¿Cómo podía hacerme tanta falta alguien a quien acababa de conocer? Marqué el número de su amigo con urgencia y fue él quien respondió. Necesitaba expresarle mi súbita necesidad, y lo hice en forma de broma. Él, en cambio, se mostró serio. Luego esa noche, cuando nos volvimos a encontrar, ya estábamos cogidos mutuamente, como dos aguas que desembocan en un mismo río. Una metáfora sobada a la que justo entonces le pude dar sentido.

Nos sentamos en la terraza de un café. No nos podíamos ni mirar a la cara y menos a los ojos, disimulando algo de pudor. Le pregunté que por qué no se atrevía a mirarme a los ojos y él me respondió que estaba nervioso. Esas preguntas previsibles y sosas que nos nacen casi por inercia ante la locura que se supone que es enamorarse desesperadamente de un ser a quien acabas de conocer y que además te corresponde… y todo lo que podría ser raro, es raro, pero compensado por alguna lógica inaudita. Me rozó un hombro con el meñique medio torcido de su mano izquierda (ese perfil que era el que me gustaba a mí: el de la oreja, la arruga y el dedo jorobado) y me estremecí. Uno se vuelve tan vulnerable en esas circunstancias. Supongo que advertía lo que venía: el beso. El primer beso que se demoró una eternidad, y que cuando por fin llegó duró el doble y concluyó con esa oreja izquierda metida en mi boca.

Todas esas canciones melancólicas que suenan cuando estoy triste, cuando estoy contenta, cuando estoy bien y cuando estoy mal, son la banda sonora que completa este puzzle. Mi enredo, mis grandes amores, o el gran amor que luego pasa a ser parte de los recuerdos, a veces inexactos y a veces tan reales que desarman y queman como algo abominable. Pero que en definitiva, abren paso a esa larga y benévola certeza de un orden rotundo e incondicional que justifica una vida bien vivida, o en todo caso, vivida al máximo, aun a merced de la demencia y del vacío.

Eso no es lo único que me ha dejado: hay un cuadro, hay una libreta llena de apuntes, hay también un albornoz de rayas que apenas me asomo se monta sobre mi cuerpo, muchos libros, y uno en particular que leo en este preciso momento y en cuyas páginas se cuenta la historia de un hombre que es el vivo retrato de su imagen, una historia que también ha sido nuestra historia y la historia de todos los que alguna vez hemos amado a alguien tanto o más que a nosotros mismos.

Ilustración: Eduardo Sarmiento, Love at first sight, 2010.

Reflexiones cotidianas I

abril 24th, 2012 § 7 comments § permalink

Día de Jury Duty. En otras ocasiones me he encontrado embarazada o de viaje, pero esta vez no me quedó más remedio que presentarme para cumplir con las obligaciones que se me exigen como ciudadana de este país que me ha acogido con cariño, como dicen por ahí. El sistema está diseñado con un orden impecable, y cientos de personas se amontonan a esperar a que les toque su turno sin saber cuándo los llamarán o si los llamarán siquiera. Es nuestro deber, ya lo sé, pero estando ahí uno percibe muchas ironías de esta vida, y de lo intangible que suele ser la libertad absoluta, puro alarde. Presumo que algunos en el salón, como yo, han ido con intenciones de fallar, de desacreditar ante un juez su propia inteligencia y coherencia, y en cambio hemos ensayando en casa opiniones tontas y personales que colocarán el caso en una situación comprometida. Como resultado, es probable que nos manden a casa lo antes posible y tal vez hasta nos tachen de esa la lista para siempre.

Entro a una habitación que está acomodada para la gente que desea trabajar o conectarse a la internet, aunque la señal es bastante lenta y desaparece de manera súbita e intempestiva. Cada cual está en lo suyo y hay un silencio que me reconforta, en medio de esa sala helada y rodeada de concreto tan indeseable cuando el día está tan hermoso allá afuera. Me pongo a corregir el manuscrito por la milésima vez, aunque con frecuencia miro en derredor y suelo distraerme confabulando a través de observaciones nimias. De hecho, son pocas las distracciones y ése parece un sitio ideal para reparar mis erratas, o errores, porque en realidad son grandes y algunos llegan a ser irreparables. Un hombre ya mayor entra y se sienta en mi mesa y comienza a conversar por teléfono con una amiga, al parecer. Se concretan varios asuntos, en su mayoría personales. Me irrito ya que he perdido toda concentración y ahora me interesa más la vida del extraño y su interlocutora que el trabajo retrasado que me dispongo a terminar antes de que acabe la semana, o el mes, o el año, quién sabe a estas alturas. Un sonido aislado es casi peor que el vocerío unánime de un grupo de personas, como he podido comprobar una y mil veces.

El señor cuelga e inmediatamente comienza a marcar otro número. Una muchacha sentada en otra mesa lo interrumpe y le pide que salga al otro salón más amplio donde aguarda el resto de las personas que no necesitan conectarse o trabajar en silencio y disfrutan de la película que pasan en los televisores, y desde donde se puede hablar por teléfono todo lo que se desee. Otros apoyan a la muchacha que exige discreción. El señor sale indignado con su teléfono en mano y busca por todas partes el cartel que supuestamente indica que en ése cuarto no está permitido hacer llamadas. Minutos más tarde vuelve a entrar con cara de ingenuo y nos aclara que no sólo el cartel no existe, sino que afuera no se puede hablar porque es imposible escuchar por encima del cotilleo espantoso de la gente y la risotada impredecible de Sandra Bullock en The Proposal. Alguien le explica que para nosotros es imposible trabajar por esos mismos motivos que él acaba de exponer. Éste, más indignado aún, se da la vuelta y tira la puerta resuelto a no volver, y no vuelve. La mayoría de la gente es así, indiferente al mundo y sus regulaciones cuando de su comodidad se trata.

Me levanto y abandono mis cosas personales brevemente confiándoselas al señor sentado en la mesa de al lado y con quien he tenido un fugaz intercambio de palabras acerca del maleducado e imprudente que nos concierne a todos aquellos que presenciamos su malcriadez, que si no fuera por los demás, a mí hasta me habría resultado graciosa.

Me dirijo a la pequeña cafetería y pido un cortadito. Tenía ganas de beber un café americano, bien aguadito, pero teniendo en cuenta lo oscuro que se ve y cuán obvio es que lleva un buen rato requemándose, decido aventurarme. La dependiente que se encuentra entretenida mirando algún programa matutino en el televisor pequeñísimo que está en la esquina izquierda del mostrador, me pide que espere a que salga la otra señora del baño, la que sabe hacer el cortadito. Debo estar equivocada pero hasta yo que nunca antes había visto la máquina podría preparar un cortadito sin lugar a dudas. Cuando por fin la señora sale del baño, al cabo de un rato considerable, me distrae una sospecha inmediata porque no todo el mundo se lava las manos antes de abandonar el cuarto de aseo, pero me parece que la mujer es haitiana, y siempre he pensado que los haitianos son gente limpia y de fiar en la cocina. Apenas su compañera le informa sobre mi pedido, se las lava, eso sí, en muy pocos segundos, ni siquiera ha hecho espuma el jabón. Enseguida agarra un jarrito lleno de café y comienza a prepararme el cortadito. Le pido con un tono amable aunque impaciente que vuelva a colar otro jarrito, sin embargo insiste y me confirma algo enardecida que ese que tiene es fresco, acabadito de colar, como si le acabara de pedir que obrara un milagro sobre la cafetera. Insisto, y con mala cara la haitiana cuela de nuevo. Pienso en aclararle que el café hecho luego de veinte minutos se oxida, y además, no sabe igual, pero no se lo digo, con pensarlo basta. Sirve el cortadito de mala gana en una taza frágil, casi de papel, al parecer. Aun así tiene mala pinta porque sé que la leche que usó no es la primera vez que la calienta, ni es la mejor leche. Cuando lo pruebo, sabe raro, a detergente o algún producto parecido; $1.35 en la basura.

Regreso al mismo salón muerta de frío. ¿Por qué siento tanto frío? Llevo puesto mi abrigo de lana que compré en Umbría hace unos años. Es un abrigo que abriga, pero en estas oficinas pareciera estar desnuda, mientras que hay mujeres desabrigadas, y hasta con sandalias, y el termostato indicando 60 grados no parece molestarles en lo más mínimo. Detesto el frío interior al cual uno está normalmente sometido en esta ciudad el año entero.

Me puse a conversar bajito con otro hombre que se sentó en mi mesa reemplazando al del teléfono. Poco a poco fueron llamando a todos y a media mañana ya apenas quedábamos él y yo. Un ingeniero colombiano que vive de sus ideas. Soy un inventor, me asegura con dotes de excelencia. ¿Qué es un inventor?, pregunto intrigada, con la imagen de Robert Fulton o Graham Bell divagada en mi cabeza. Alguien que ejecuta sus ideas, que las realiza, las materializa. Claro, eso lo sabía, pero por alguna razón escucharlo es refrescante, especialmente si en efecto, tengo frente a mí a un inventor. Me cuenta sobre algunas de sus creaciones, realmente es ingenioso el hombre. Ha creado un calzado femenino que se dobla por la mitad para ahorrar espacio y además el talón adquiere altura según los gustos. La parte de la suela es flexible y el tacón se puede colocar en tres posiciones diferentes, desde lo plano hasta unas cinco pulgadas. Me parece innecesario, la verdad, y sospecho que la mayoría de las mujeres preferimos tener tres tipos de zapatos con tres tipos de tacones, en vez de invertir tanto dinero en un solo par, porque además, la gracia vale por tres pares de zapatos, como mínimo. Sin embargo, no revelo mi opinión y por el contrario, estimo su voluntad.

Como buen inventor, de mujeres sabe poco. En cambio, le comento mis ideas, los inventos que yo he soñado efectuar antes de morir. Por ejemplo, una máquina de hacer cosquillas que reemplace la mano humana, y que se le pueda cambiar las herramientas a diferentes velocidades, tactos y temperaturas. El diseño sería parecido a los equipos que utilizan en el dentista, con silla incluida. También le hablo de la máquina del tiempo que tengo pensada, para movernos de un lado a otro con más rapidez y menos costo desde nuestra propia casa. Ahí no he sido nada creativa y la cabina que he imaginado sería muy parecida a la de un ascensor, pero es cierto que la fabricación de dicho aparato presenta problemas más que grandes, digamos, en el contexto de nuestra realidad, y se nota en la cara del inventor. Hablo, además, de un lugar idílico para tomar siestas a cualquier hora del día, lleno de literas y sonidos de delfines, situado en Lincoln Road, en el que uno pueda pagar por descansar unos minutos o un par de horas a lo máximo. También le comento sobre una píldora especial que todavía no existe, la del mal de amores, como una especie de Xanax para apasionados en recuperación. Ah, eso sí sería un invento, nos haríamos millonarios, exclama el inventor siguiéndome la corriente. ¿Por qué ha de existir una pastilla para absolutamente todo en esta vida y cuando de desdichas amorosas se trata persiste el mismo modo a la antigua? Tiempo es lo único que nos cura, es cierto, y no la duración normal, no, es un tiempo especial, más duradero que cualquier otro tiempo. Porque en efecto, las horas son larguísimas en esos estados emocionales. ¿Por qué ya no se ha inventado un químico que apacigüe esas calamidades, que borre las referencias y los olores de nuestro disco duro? Porque el amor es como la muerte, un misterio, concluye el inventor, sin mucho ánimo para respaldar mi proyecto emocional ante lo irremediable y descorazonado que resulta ese asunto.

A ninguno de los dos nos llaman, ni antes ni después del almuerzo, que no ha sido corto y no sólo hemos bebido más de la cuenta, sino que hemos llegado con retraso a la corte para el turno de la tarde. Nos despedimos como dos grandes amigos y no nos volvemos a ver, luego de habernos pasado lucubrando casi ocho horas, y de intercambiar señas personales e ideas maravillosas.

Recuerdos de Lincoln Road

junio 16th, 2011 § 1 comment § permalink

…en penúltimos días

Belle époque, porteña…

febrero 21st, 2011 § 3 comments § permalink

…en Penúltimos Días

Desde el Nido del Águila… en Penúltimos Días

diciembre 18th, 2010 § 2 comments § permalink

Desde el Nido del Águila… en Penúltimos Días

El fenómeno del feminismo

junio 8th, 2009 § 0 comments § permalink

En realidad en este artículo debería de hacer una reseña acerca del fenómeno del machismo, que es más o menos lo que viene sucediendo en este portal desde hace tiempo con referencia a la increíblemente silenciada voz de la mujer en cuanto a los blogs que aquí se alojan. Pero ya eso es cosa del pasado, y hay algo que recurre en los medios y en todas partes que me llama la atención más aún que la falta de un tono femenino, y es el exceso del feminismo, o como dicen por ahí, el movimiento feminista, que a menudo encuentro hasta en la sopa, y que a través de los años se ha convertido en una doctrina de teorías y prácticas tan confusa como obsoleta.

Alguien me acusó el otro día con cierta arbitrariedad de que mi bitácora era feminista hasta morir, que nada más trataba temas de mujeres y que a los hombres los pisoteaba injustamente. Bueno, lo primero es cierto, sólo trato asuntos de mujeres, pero no únicamente dirigidos a mujeres, de hecho gran parte de mis lectores son hombres. Se me quedó incrustado en la cabeza ese insólito reproche, y ahora me pregunto si alguna gente realmente sabe lo que es el feminismo. Para empezar amo al hombre, no lo desprecio ni intento castigarlo o abochornarlo y menos que menos pisarlo. Por el contrario, para mí el hombre es el complemento perfecto. Me refiero más bien a esa generación de feministas que se han propuesto acabar con el género masculino y por lo cual tantas mujeres de innovadoras ideas tratan de desasociarse con el término, aún cuando los intereses son los mismos. Además, tengo otro tipo de ideas acerca de ese lugar que debe ocupar la mujer en nuestra sociedad, y por seguro es más elevado aún que el llamado de la igualdad que tanto se promueve hoy en día. Porque la mujer siempre ha estado y siempre estará por encima del hombre. Y esto no lo digo con roña ni con autosuficiencia, pero vamos, es así, y quien no lo quiera aceptar es porque se esconde dentro de una bóveda llena de mentiras y miedos, o simplemente se hace el de la vista gorda.

Sin exageraciones, creo que no me equivoco cuando me refiero a la mujer como entidad principal en la existencia humana. Digamos que tenemos ciertas ventajas por encima de los hombre que simplemente nos dan la delantera. En lo personal nunca he deseado estar a la par de un hombre, así como se le dice igualdad entre géneros, no creo en eso. Nunca he sentido que para que me respeten debo dejar de ser femenina y parecerme más a ellos, por el contrario, pienso que nosotras las mujeres podemos usar nuestra gracia y astucia, como también nuestras virtudes junto con nuestros dones para cualquier propósito, sea cual sea. La igualdad está mejor diseñada para las razas, no para los géneros.

Sería inútil negar que a través de la historia la mujer ha dado más que el hombre. La mujer arriesgaba la vida en tiempos que no todas sobrevivían un parto, y todavía hoy por hoy en muchos países siguen arriesgándose por falta de atención y cuidados médicos. Mientras los hombres se iban a la guerra y se mataban como animales, las mujeres se encargaban de levantar la moral de la miseria que restaba diluida en la vida de aquellos que dependían de ellas, y la prioridad que acaecía sobre ellas era mayormente proteger y sustentar a esos pocos que formaban la familia. La mujer además es el símbolo de la belleza, y sin la belleza sería imposible sobrevivir. Las mujeres no tenemos ningún problema con aprender de los hombres, de las labores que ellos desempeñan. Sin embargo, la mayoría de los hombres son incapaces de ponerse en los zapatos de una mujer porque en efecto, no es tan fácil.

En mi desenfadada y tal vez ingenua opinión, la mujer siempre ha estado por encima del hombre, y quien discuta eso, bueno, me parece que se aferra a un punto de vista bastante rígido y de ninguna forma lógico. No intento despertar polémica, ni me refiero a un reto o a una idea desquiciada ni mucho menos se trata de una burla, simplemente es la verdad. La mujer es la madre, es la elegida, es la que nos ha dado vida, la matriz de todos los comienzos. La mujer bajo ningún concepto ha de igualarse a un hombre, por el contrario, ha de elevarse con toda naturalidad, como debe ser. Nuestro deber consiste en luchar por nuestros derechos, claro está, pero no por la igualdad de géneros sino por la igualdad de carreras y ganancias, para estar a la par económicamente con los hombres, pero física y espiritualmente siempre estaremos por encima del género masculino.

Defender, promover y conseguir los derechos de la mujer es fundamental, eso no tiene ciencia. Es imperativo que todas las mujeres tengamos las mismas oportunidades para estudiar y para ejercer carreras tanto en el teatro como en la política como en cualquier campo profesional. Además, debemos luchar por asegurarnos un futuro sin depender de nadie, pero no a costa de abandonar a nuestros recién nacidos para que sean otros los que nos los cuiden y nos los críen ya que de otro modo sería imposible alcanzar las mismas posiciones y oportunidades otorgadas a los hombre. Pero, conjuntamente con la batalla de la igualdad de derechos, debemos luchar por conseguir leyes en ciertas esferas de la sociedad que nos protejan por el simple hecho de ser mujer. ¿Por qué habríamos nosotras de merecernos esas leyes? Pues bien, somos como los hombres en el sentido que desde pequeñas lo hacemos todo por igual. Asistimos a la escuela primaria, luego a la universidad con la libertad de elegir cualquier carrera. Después empezamos a trabajar y somos capaces de desarrollarnos en cualquier campo, igual que ellos, pero cuando comenzamos una familia se nos acaba la gracia, y de repente nos vemos obligadas a elegir, carrera o familia. Sin embargo, los hombres no titubean en este tipo de vicisitudes porque la madre es socialmente la encargada por la crianza de los hijos y el cuidado del hogar, cuando en realidad esas obligaciones deberían repartirse en equipo y con justicia, contando con el apoyo del padre y el social, al cien por ciento; por supuesto, con leyes de por medio.

Pero la mujer es tan ingeniosa que a veces aún con el mundo en los hombros y sin el apoyo necesario, logra tener éxito en su hogar y en su carrera. Claro que no es fácil y no es justo, e imposible para muchas, por eso es fundamental que las leyes cambien a nuestro favor, y que el modo de paternidad se modifique para beneficio de la mujer, siendo la familia el componente principal de los pilares que sostienen nuestra sociedad. Si alguien tiene que igualarse a alguien, ha de ser el hombre, nunca la mujer.

Está en nosotras lograr un cambio. Siempre ha sido así, el grupo en cuestión es el que debe actuar, arriesgarse, dar la piel si es preciso para conseguir lo que se propone, que aunque parezca difícil, es muy pero muy fácil. ¿Cómo? Como único se puede lograr un verdadero cambio, por el principio, de la manera más básica. Mediante nuestros hijos, hermanos, maridos, padres y amigos, que luego ellos se encargarán de promover la justicia de aquellas mujeres que quieren y que consideran importantes. No podemos ser feministas de boca para afuera en el trabajo, en el tren o en una manifestación, y luego llegar a casa tras un largo día laboral para continuar con la faena que según algunos nos merecemos por aspirar a tener una carrera. Los hombres no son tontos, y los que quieren de verdad también pueden aprender, como mismo aprendimos nosotras a trabajar en la calle y a balancear el hogar, a planchar, a cocinar, a dedicarle tiempo a los hijos, etc., etc., etc., ya que nosotras tampoco nacemos sabiendo.

Nota: El hombre podría aprender y actualizarse en cuanto a este asunto que involucra a tantas mujeres que pasan por la vida de cada uno, pero sería una falta no reconocer que ya hay muchos que han comenzado a pensar diferente, y hay otros, de la más infrecuente sutileza, que desde siempre han apoyado y elevado a la mujer, como debe ser.

La Belleza

mayo 17th, 2009 § 0 comments § permalink

Últimamente me siento como poseída por un mal maravilloso. Se trata de una enfermedad que me ha cegado de todo lo feo. Da risa, ya lo sé, y hasta me da vergüenza reconocerlo, pero no lo puedo evitar, sentir la belleza en su plenitud, desbordada como una lava que se abre camino sin anunciarse y ya nada ni nadie logra escaparla.

Salgo a pasear y me encuentro con tanta belleza, pero tanta, que regreso a casa además de depauperada, frustrada, como si en mí se hubiese evaporado la capacidad de encontrar el espanto en nada de lo que veo, y hasta los más ordinario se vuelve en mis ojos extraordinario. Por ejemplo, desde la ventana del baño de la sala de mi casa hay una vista generosa de dos árboles que están sembrados en la casa de en frente. Dos árboles que en efecto, podrían ser muy regulares, pero no lo son. Hace más o menos dos semanas noté que prácticamente en un día se habían despojado de sus hojas y frutos, y en cambio se exponía un gran hueco en el cielo que me apuntaba descaradamente, con aires de dueño y señor, y una luz exagerada y por supuesto bella se apoderaba de mi baño. Ahora me doy cuenta que de golpe los dos árboles se han copado de vida nuevamente, y ese verdor lo encuentro tan hermoso como la luz del vacío que hasta hace unos días representaba el cuerpo frondoso de estos dos troncos.

No se trata de una belleza feliz sino de un hecho, de un sinónimo de la naturaleza. Se podría decir que hasta me siento ultrajada, abrumada por el mundo que veo y pienso que es bello y luminoso y que me incapacita a sentir una pizca de desagrado. Me ha asaltado una sensación inagotable, y es que me parece que todo es perfectamente hermoso, esa forma, esa acción, esa mirada tonta, un color ya olvidado, una carcajada ridícula, absolutamente todo ha sido concebido con tanta precisión que automáticamente se hace bello, bellísimo.

Me dirán que soy una idiota. Bien, me lo merezco. Es una conducta irrazonable, lo tengo claro, clarísimo. No podría hacer otra cosa que sostener mi argumento, que realmente es irrebatible porque todo es bello, como tiene que ser.

Se trata de un mal inevitable, como lo es la muerte y como los es el escepticismo para algunos.

Ya sé que hay desdichados que sufren y mueren diariamente de la forma más injusta, y normalmente esos y otros crueles asuntos me recuerdan la fealdad de los humanos, pero en estos días estoy condenada a mirar a mi alrededor para encontrar la belleza pura, noble y sana. Y no es fácil padecer de este extraño aunque inocuo síntoma, no cuando en mi entorno siento que soy juzgada por mi condición, como se sospecha de la gente buena y de las grandes historias.

Y que no se atreva un cínico a parárseme delante intentando apuntar hacia lo feo de esta vida, que para eso tengo mi conciencia y mis recuerdos. Vengo de un país mutilado, que nos ha separado y nos ha enfrentado. Además, sufro con mis chicas de la casa amarilla cada vez que me entero que una se ha dado por vencida, y lloro con mis hijas cuando se sienten adoloridas a causa de un tropiezo o desilusionadas y asustadas por aquellos monstruos que ya es en vano seguir escondiéndoles, o cuando accidentalmente le paso por encima a un ciempiés culminando en el acto con su destino, como lo haría Dios. Pero la belleza es más grande que todo eso, es la vastedad de un cielo abarcando un pequeño monte, está esparcida en infinitas direcciones, y es misteriosa como el universo que apenas comenzamos a escarbar por arribita. La belleza está en la intención de cada día que aportamos en el mundo, en nuestras vidas y en las vidas de los demás.

Lo he leído y me lo han dicho siempre, la belleza la llevamos por dentro, si es que tenemos ese don. Pero últimamente he descubierto que eso no es del todo cierto. La belleza es mucho más que un don embotellado, es una magnitud expuesta, se manifiesta en el espacio excesivamente sin detenerse un instante, con una certeza magistral, es así de fértil e inextinguible, y de redundantemente bella. La belleza se refleja en los confines del espacio, hasta en lo grotesco y lo irregular, ya que para adquirir una fórmula perfecta que describa lo feo, ésta debe ser armónicamente bella.

Será lamentable y hasta ridículo, no me queda duda, pero es así de sencillo, me he contagiado con el mal de la belleza.