Durante mi vida de casada pasaba los veranos en New Hampshire, a la altura del lago Winnipesaukee, en un bosque a dos horas y media de la ciudad de Boston. Cada vez que se me presentaba la oportunidad de escapar de Miami durante el mes de julio, lo hacía sin dudar con tal de permanecer lo menos posible dentro del infierno en esos meses de sauna obligatoria al aire libre. Ya los últimos días antes de partir me parecía que no iba a poder resistir el vapor y el solazo que castiga a la ciudad y sus habitantes durante esta época. Luego me iba lejos y esos días nublados y lluviosos, de vientos huracanados me obligaban a extrañar, como de costumbre, aquel sol que había dejado atrás. Allí la vida transcurre con la misma timidez con que crecen los pinos que cubren gran parte del paisaje. Los días se desplazan de un modo suave y se apodera de mí una tranquilidad especial, con rachas recurrentes de estados placenteros, casi felices. Pero los placeres los fui descubriendo a buchitos y más bien en los últimos años. El frío húmedo, el agua dulce y la mera posibilidad de la presencia de un oso negro y hambriento cuando menos me lo imagino, no es precisamente mi idea de unas vacaciones de verano.
La casa, que es una especie de cabaña y ya cumplió los cien años, está situada justo frente al lago, en una comunidad de más o menos diez casas que han pertenecido a las mismas diez familias por más de ochenta años. El patio de la casa es un bosque que sólo en libros imaginé posible, y no me habría sorprendido toparme con algún duende refunfuñón recogiendo semillas por los senderos en los cuales paseo a menudo.
En algún momento decidí tomarle fotos a los diversos tipos de hongos que crecen alrededor de la casa y no miento si digo que descubrí por lo menos veinticinco y hasta encontré, lo que para mí parecía increíble, una familia con el sombrero rojo y ampollas en blanco como sacados de un cuento de hadas. En agosto el bosque se inunda de muchas otras variedades. Aprendí a querer ese lugar y esa casa modesta, anticuada e incómoda que fue primero de la familia de los abuelos del padre de mis hijas, ahora de su madre, en un futuro cercano será suya y más adelante pasará a nuestras hijas. Esa ha sido la intención del proyecto, construir una pequeña comunidad que conecte las generaciones de varias familias de manera indefinida por los siglos de los siglos. Es un plan ambicioso, pero debo reconocer que me habría gustado tener un tatarabuelo con ideas igual de fijas con respecto a la trayectoria de una familia.
Me siento incapaz de creer en ese tipo de empresas, me cuesta imaginar esa tradición familiar que en mi país natal ya se ha perdido por completo. Allí domina la urgencia cotidiana de subsistir de la manera más básica y se están perdiendo los valores más básicos de una familia y sus antepasados. No siempre fue así, cuando yo era una niña recuerdo que también me movía en una tradición parecida y durante una parte del verano nos mudábamos al campo, a la casa de mis bisabuelos que quedaba en Punta San Juan, Camagüey. Allí mi bisabuelo era el administrador de una granja y había elegido un caballo que durante mi estadía era mi caballo, y durante el año escolar yo le escribía al animal cartas prometiéndole nuevas aventuras para nuestro próximo encuentro, cartas que mi bisabuelo le leía y luego me contestaba religiosamente.
En ese lugar mágico corríamos en el campo, jugábamos con los cerdos, apabullábamos a las gallinas y a los conejos, ordeñábamos las vacas, torturábamos ranas, bueno, yo sólo espiaba resignada entre las rendijas de los dedos de mis manos. Cuando llegaba el gran día de asar el puerco o desnucar una gallina, todos nos levantábamos a las cinco de la mañana para la gran ocasión que nos aguardaba. Mi bisabuela, que era el retrato de un ángel, hacía en su cocina almidón de yuca rallada para planchar. También hacía el pan, la mantequilla, el queso crema, las comidas y los postres más deliciosos que he probado. Cuidaba de su jardín, las hortalizas del huerto, las flores. Sabía de múltiples tipos de tejidos, horneaba, le daba de comer a los animales. Sus labores no conocían fin, y los meses del año que pasaba en La Habana, se quejaba constantemente de no poder atenderlos.
Íbamos a caballo al pueblo más cercano, Punta Alegre, a buscar los mandados o a hacer alguna visita, pues éramos de la gran ciudad y de cierta forma los vecinos de mis parientes se maravillaban al vernos como si fuéramos extranjeros o seres del más allá, como mismo se maravillaba la gente de New Hampshire al conocer por primera vez una cubana (me consideraban una mujer exótica, y esperaban de mí algún arrebato de cha cha chá cada vez que me movía de un lugar a otro).
Recuerdo con inmensa dicha esas semanas de mi infancia en que hacíamos la gran travesía para llegar a la casa de mis bisabuelos. Guaguas, más guaguas, trenes, carricoches, mareos, vómitos y una incomodidad incomparable con lo que suele ser el viaje a la casa del lago. Luego mis bisabuelos venían a pasar el resto del verano en nuestra casa en La Habana, cerca del mar, y mi bisabuela nos contaba anécdotas de su alocada juventud y nos mimaba con riquísimos merenguitos, raspaduras y melcochas, mientras se quejaba de los dolores de la artritis durante aquellas tardes calientes de agosto. Mi bisabuelo, en cambio, contaba los días para regresar a su casa y a sus costumbres. Todo eso se ha perdido: los caballos, los puercos, la leche, la crema, las casitas de campo, mis bisabuelos… Las familias cubanas están regadas por el mundo, y esas casas de verano se encuentran en New Hampshire y en otros lugares muy lejos de nuestra tierra. Y ahora mis olores son los de las mantas de lana, la leña que arde en las chimeneas, bolas de naftalina, perros calientes y mazorcas de maíz a la barbacoa, en vez del olor de los cañaverales, el melao de los centrales azucareros vecinos, la hierba fresca, los excrementos de los corrales y establos, las especias y los chicharrones de puerco.
Al amparo de la nocturnidad, en vez de una guitarra guajira nos acompañaba un ukelele, o como le diría mi hija menor cuando era más pequeña, yucalady. No puedo menos que pensar en tantas noches que pasé en aquel otro campo camagüeyano, y que ahora no puedo ofrecer a mis hijas porque gran parte de los hechos, los elementos y los lugares que tejen mi tradición se han perdido de manera irrecuperable, convertidos en melancólicos testimonios que nadie sabe si podrán pasar de generación en generación.
La exhibición de vestuario de esta primavera en el Met está por terminar a mediados de agosto. Fue un gran deleite ver las creaciones y sobre todo los videos de los diálogos utópicos aunque no menos auténticos, entre las diseñadoras italianas Elsa Schiaparelli y Miuccia Prada, iconos de la moda en diferentes eras. La idea de esta colaboración fue inspirada en una entrevista que salió en la revista Vanity Fair en la década de los 30s del artista y escritor mexicano-americano, Miguel Covarrubias: Entrevistas imposibles, e intenta explorar las asombrosas semejanzas que unen a las dos diseñadoras mediante sus trabajos más innovadores por medio de un dialogo ficticio sobre la alta costura como una extensión del arte y la cultura de todos los tiempos.
Son siete galerías y están divididas en los siguientes temas:
De la cintura para arriba/de la cintura para abajo: se concentra en el uso del detalle decorativo de Schiaparelli durante los buenos tiempos de la década de los 30s y la expresión simbólica de la modernidad y la feminidad por parte de Prada. Los sombreros más conocidos de Schiaparelli y el famoso calzado de Prada.
La chica fea: revela los ideales de belleza y el glamour que las mujeres han tenido a través de los tiempos jugando con el buen y el mal gusto mediante colores, estampados y texturas.
La chica dura: explora la influencia de los uniformes y el vestuario masculino como promotor de una estética que contradice y a su vez eleva la feminidad.
La chica inocente: se enfoca en cómo los diseños de ambas adoptaron una sensibilidad infantil perturbando las expectativas de la moda según la edad de una mujer y lo que se espera de su estilo personal.
La figura exótica: indaga en la influencia de las culturas orientales, las telas metálicas, los saris y sarongs de playas.
La figura clásica: que además incorpora la figura pagana y explora el indudable compromiso de ambas diseñadoras con la antigüedad, enfocándose en los finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIV.
La figura surrealista: la última de las galerías ilustra cómo ambas diseñadores han causado un efecto en la imagen de la mujer contemporánea mediante ciertas prácticas surrealistas como la sustitución, el juego con la escala y la distorsión entre la realidad y la ilusión asimismo como en lo natural y lo artificial.
Una maravillosa exhibición de dos de las más grandes diseñadoras separadas por el tiempo pero unidas por el buen gusto, la manera de provocar y de utilizar el diseño como esculturas que representan no sólo la moda, sino la cultura y el poder femenino, materializando o más bien desmontando la esencia del tiempo, convirtiendo sus piezas en obras de arte que cobran vida y una personalidad diferente según el cuerpo que las exhiba. Es un arte que necesita de la figura y gracia humana para ser arte. En esta fantástica conversación ambas cuestionan y redefinen la belleza y el glamour como retos personales y no generales, que tienen que ver con los riesgos y los miedos de nuestra propia identidad y personalidad. La sofisticación abstracta de Prada y la influencia surrealista de Schiaparelli aportan roles importantes en el diseño de la moda y el desafío de crear más allá de las tendencias de cada temporada. Aproximadamente cien diseños y cuarenta accesorios componen esta inolvidable exposición.
Britain’s Got Talent, un concurso más de talento que yo ni siquiera sabía que existía, pero que he descubierto a raíz de un correo electrónico adjuntando un video que mi amigo Eric, mi boletín informativo privado, me envió hace unos días y que ahora me doy cuenta es la cotilla de oriente a occidente.
Por lo general todos buscamos pasar a mejor vida en vida propia, realizar los sueños que nos quitan el sueño, y aunque nos duelan los huesos, habita permanentemente en nuestro sistema la esperanza de lograr lo inalcanzable, que irremediablemente es parte de nuestras miserias, porque quien pueda declarar honestamente sin titubeo que ya no le interesa nada en este mundo, no está vivo.
Entonces llega Susan Boyle, una mujer con cara de luna, pelo enjambrado, cejas pobladas hasta un punto que habíamos olvidado era posible, aspecto provinciano, mirada tierna e inocente, físico robusto, espalda encorvada, piernas sólidas e incomodas por culpa de esa maldita aunque necesaria elevación que producen los tacones y que en un escenario ayudan a sentirse grande. Su apariencia descuidada llega a causar la burla de la audiencia e incluso de los jueces. Risotadas y abucheos componen un estruendo vergonzoso que no logra empañar el candor de esta dama obrera que copiosamente angustiada se dirige a hacer lo único que pude hacer en ese bochornoso instante, cantar y tratar de deslumbrar sin encanto alguno a esos que ya la están rechazando y juzgando de antemano. Ahí va, serena y desafiante, causando una modesta primera impresión. Lo que no era previsto es que Susan Boyle está a punto de rectificar cualquier noción descabellada que se haya comprendido acerca de su talento, por más imponente que pueda haber sido.
Tienen en frente al esperpento humano, cuarenta y siete u ocho años (la prensa no se decide), consumidos por el deseo de brillar. Sin embargo, se lanza con total desenvoltura, demasiado osada para los que consideran que su presunción es vana y ridícula, como ha sucedió en más de una ocasión cuando concursantes carecen de talento y debutan a payasear y robar un poco de cámara para sentirse en una gloria falsa y premeditada, que en realidad es un exhibicionismo desmotivado. Susan Boyle no se deja intimidar fácilmente, y con su imagen que no encaja en este mundo obsesionado con pelos lisos, maquillajes exóticos y cuerpos sospechosos, se decide a dejar magulladuras emocionales en este público impaciente. Ahí viene Susan Boyle, sin maldad alguna, como un extraterrestre recién llegado que se encuentra cara a cara con una manada de ruines infelices que no conocen otra cosa que su mundillo de humanos.
Susan Boyle vive con su gato Pebbles, y nunca ha tenido un novio, y lo que es peor, nunca ha sido besada. ¿Cómo? Entonces, sus labios vírgenes se destierran de aquella incómoda situación, porque ese es el momento que han esperado para cumplir con su destino, como todo lo que aquí vive y se deja manipular por la labor que se le ha asignado cumplir antes de que llegue el gran día que nos aguarda perdido en el tiempo y sin ningún tipo de duda nos arrastrará en su debido momento.
Esos temblorosos labios se entreabren nerviosamente, permitiendo dar luz a esa fuerza melódica que por fin, como genio liberado, se esparce y se va incorporando en un nubarrón acaparador que va aflojando hasta los pilares de hierro que sostienen aquel salón que ha sido testigo de tanto fracaso. Todos los presentes se mantienen boquiabiertos, atónitos e idiotizados, mientras ella súbitamente venerada canta como quien ha nacido para una sola cosa, el canto.
¡Bravo Susan Boyle!, celebro tu valentía y tu perseverancia, eso te hace la mujer hermosa que pocos conocían. Tu sueño ha sido sencillo, cantar en musicales. Tu fracaso hasta el momento, también ha sido sencillo, no habías tenido la oportunidad. Ahora, el mundo te escuchará atentamente auque seas la estrella menos deseada de todos los tiempos.
Billie Holiday ha sido uno de mis grandes amores. Como se puede amar a alguien que jamás se ha conocido, pero que aún así te marca de por vida, y no podría encontrar una mejor definición para expresar lo que siento por ella que un noble y ciego amor. Ya hace más de veinte años que la descubrí. Algunos dirán que veinte años no es nada, pero para mí es más de la mitad de mi vida, y sí, su música ha hecho la travesía conmigo durante un largo camino de buenas y malas épocas, pero de dichosa compañía musical.
Hace ya casi diez años, durante la semana de mi cumpleaños, recibí un regalo anónimo por correo. Sabía por la envoltura que se trataba de una pieza de arte o fotográfica. Cuando abrí la caja encontré una litografía de serie de un retrato de mujer, una mujer que enseguida la identifiqué como a mí misma. Siempre he sido así de tonta, sin motivo ni justificación más que un mínimo detalle o un impulso emocional, me creo algo que de pronto se fija en mi mente y a mover todas las vacas en esa dirección. Me pasé el día atareada, tratando de desenmascarar el misterio del cuadro. No comprendía la broma de mal gusto, no recordaba haber posado para esa pintura, pero cada vez me parecía más a la mujer del retrato. El misterio continuó hasta que mi esposo llegó a casa, ansioso por ver el cuadro para apreciar el increíble parecido. Sin embargo en cuanto le echó un vistazo inmediatamente sentenció que en nada nos parecíamos esa mujer y yo. Para empezar la del cuadro casi me doblaba en edad, además era negra, y fíjate en los labios, me dijo, “son mucho más carnosos que los tuyos”. Era cierto todo lo que me decía, pero yo aún le encontraba el parecido conmigo misma, aunque su hallazgo hizo inevitable que tomara en cuenta lo torpe que estaba actuando, y claro de que esa mujer no era yo sino Billie Holiday. Después me enteré que había sido mi suegro el que me lo enviara, un hombre reservado que normalmente no creía en los regalos, a no ser cuando era el regalo quien escogía al regalador. Un misterio indefinido nos unía a esta mujer, a la pasión que sentimos por su música. Además, él consideraba que sí nos parecíamos, por eso cuando vio el cuadro no dudó en enviármelo por mi cumpleaños. Presente que por el resto de mi vida guardaré en mi memoria y en alguna pared de mi casa con vasto y entrañable cariño.
¿Cómo podría explicar la música de Billie? Es una experiencia, un extracto de vida, un indestructible pilar de la más exigente sonoridad y armonía. Se destacó como una de las jazzistas de más influencia con un estilo vocal realmente único y definido con el cual tantos hemos caído en profundos embelesos. Su voz es, cómo decirlo, la voz más conmovedora de todos los tiempos, la más hermosa que he escuchado en mi vida, simplemente inconfundible, refrescante, intoxicante, melancólica, expresiva, profunda, bondadosa, de una rara y exquisita belleza. Escucharla es caer en un estado glorioso y delirante a la vez, es saltar de nube en nube, y también arrojarse al precipicio.
Su dificultosa vida había comenzado desde pequeña. Hija de madre soltera, a los nueve años había ido a parar a un orfanato de afroamericanas, donde había sido sexualmente abusada en más de una ocasión. A los quince se mudó a Harlem, Nueva York, en búsqueda de su madre a quien encontró trabajando en un prostíbulo. Su vida cambió en pocos años, y esa hada musical por fin fue descubierta en un club de jazz a los dieciocho años para deleitar al mundo, para dosificar un poco el trabajo arduo que puede resultar la cotidianidad de toda existencia humana.
Sus relaciones amorosas fueron mayormente destructivas y abusivas, y la transparencia con la que cantaba sus canciones lo reflejaban. Sus casamientos terminaban en divorcios. Billie Holiday además de abusar del alcohol, comenzó a fumar opio, y luego a darle diversos usos desmedidos a la heroína. Cuando su madre falleció, Billie apenas tenía treinta años, pero fue entonces cuando escaló en el abuso de drogas y alcohol para adormecer el dolor y la congoja que le había dejado la muerte de su madre.
Más adelante Billie fue detenida y encarcelada un año por posesión de narcóticos. Su abuso con las drogas y el alcohol no tuvo límite hasta que desgraciadamente en 1959, cuando aún yo no nacía, perdimos a una de las voces más magistrales, adorable, conmovedora y capaz de trasportar a una intensidad emocional de la más elevada, mediante la más sublime entonación.
Nada podía detenerla, sin embargo nadie dejaba de adorarla aún cuando su imagen se volvía tan turbia y su voz se perjudicaba, o a mi entender se transformaba, porque continúo apreciando todas sus facetas vocales. Pero ella no estaba bien, no encontraba la paz para sobrevivir decentemente en este desafío que es la vida.
Sería imposible recomendar algún disco en particular, pues toda su obra musical, todas sus grabaciones, todo lo que su distinguida voz tocó se convirtió en magia y dulce armonía, especialmente durante los primeros años de su carrera. Con el pasar del tiempo, sus cuerdas se fueron añejando, como un gran brandy, con las desdichas, las tristezas y las miserias de la vida, pero manteniendo siempre un espíritu desenfadado, un carácter alado, tierno, reconfortante. Su atolondrado existir se reflejaba en esa voz sagrada, dispuesta a siempre traducir el sentimiento con exactitud, con la calidad más nítida que una voz pueda expresarse. Desde la inocencia de sus comienzos hasta su agonizante final, su voz era la voz de todos los tiempos.
Cada vez que dejo de creer en la pureza, en la inocencia, nada más regreso a sus primeras grabaciones e inmediatamente me dejo abrazar por la colcha tibia que se vuelve mi entorno, y soy sólo oídos para el hechizo enigmático que me agasaja íntima y sutilmente.
Esta semana es el cumpleaños de Billie Holiday. Quisiera que el mundo entero la recordara como la diosa que era. Aquí dejo dos minutos y cuarenta y tres segundos de la más grata y pura expresión musical. La canción que me atrapó para siempre. «The Very Thought Of You».
La última vez que casi vi a Nina Simone en concierto pensé que por seguro esa vez se me haría realidad un sueño frustrado de ya tantos años. En varias ocasiones casi casi llegué a verla, pero algo normalmente ocurría que me lo impedía.
Ya lo tenía decidido, quería verla en vivo, pasar a ser parte de su historia, muy a pesar de que siempre he preferido quedarme en casa y escuchar el cd en la comodidad de mi sofá cien millones de veces antes de caer en medio de la conglomeración humana y despistada que asiste a conciertos. Entonces comencé a seguir más o menos sus giras para ver si podía sumarme a una de las funciones.
A principios de Julio del 1999 tenía planificado un viaje de trabajo a Londres, ciudad en la que Nina daría un recital alrededor de las mismas fechas en las que visitaría, pero un súbito cambio de plan me arrojó a San Francisco.
Debí imaginarme que cuando (por un pelo) me la perdí en el 2000, ya nunca se me volvería a dar otra oportunidad. Las entradas se habían agotado y yo acababa de llegar de un largo viaje y no me había enterado de que Nina estaba haciendo una gira de conciertos por los Estados Unidos, y menos que venía a Miami. Pero hay cosas que están escritas y el universo por algún motivo conspiraba, siempre nos acercaba, sin embargo nunca me dejaba llegar frente a ella. Uno de mis mejores amigos tenía dos entradas para ir a verla aquí en Miami, en el Gusman Center, a diez minutos de mi casa, pero otro amigo que le había pagado por la otra entrada semanas antes, sería su acompañante. Algo repentino ocurrió el 8 de Noviembre del 2000, el padre de mi amigo falleció inesperadamente. Al día siguiente mi amigo tan generoso y siempre pendiente de los detalles, hasta en medio de su tragedia, me llamó para ofrecerme las entradas porque esa noche iban a velar a su padre y como era de esperar él no podría ir a ver a Nina. Yo con mucha pena acepté, aunque hubiese preferido hacerle compañía a mi amigo, no obstante él no me lo permitió y me rogó que fuera al recital, sino se perderían las entradas. No le podíamos hacer esa mierda a Nina Simone. Me decidí a ir con mi esposo, además le avisé a mi amiga Diana, también seguidora de Nina. Ella enseguida se sumó al plan y fue al Gusman para tratar de conseguir entradas tal vez de alguien que estuviera vendiéndolas en la puerta. Para su sorpresa consiguió una en la taquilla.
Llegamos al Gusman, la acomodadora nos llevó a mi esposo y a mí a nuestras sillas, estaban muy bien situadas. Por fin coincidía con Nina Simone, no lo podía creer, en sólo momentos aparecería mi diosa, de carne y hueso, e iba a abrir la boca y expulsar su avalancha de melancolías sobre mí, y sobre todos los que estábamos presentes. Me pareció extraño el público que allí se reunía, gente joven de rasa negra. Por un lado porque Nina era de todos los colores, y me sorprendió que en esta ciudad sólo existieran tres blancos que la fueran a ver. Por otro lado encontré chocante la juventud que atraía una mujer de tanta historia. En fin, nos sentamos y esperamos pacientemente unos cuarenta y cinco minutos de una presentación teatral de lo que parecía pertenecer a una escuela, que dedujimos era el primer show en la cartelera; como una especie de banda telonera, excepto que la música no comenzaba. De pronto a mi esposo ya mí nos agarró la sospecha y salimos del salón a averiguar qué sucedía con Nina. Justo en ese instante en que llegábamos al lobby divisamos a Diana quien se disponía a hacer lo mismo, ella tan perdida como nosotros. Al investigar lo ocurrido nos enteramos que el recital de Nina se había efectuado la noche anterior. Miramos la entrada y en efecto, databa para el día 8 y estábamos a 9. En la entrada de Diana ni siquiera aparecía el nombre di Nina ¡Qué frustración!, casi, pero casi, la llegué a ver.
Luego en el 2001 surgió una oportunidad nuevamente. Nina en París el 8 de junio. Yo tenía planes de pasar ese verano en Europa, comenzando mi excursión por supuesto en París. Pero ese año el mundo entero parecía que iba a París a veranear, y el pasaje más cercano al día del recital que conseguí fue para el 10 de Junio. Excepto una vía con un montón de escalas que me dejaba en París el mismo 8 de Junio, pero ya tarde en la noche. Como siempre una vez más en convergencia Nina y yo. Ese mismo mes Nina estuvo en Nueva York en un festival de jazz, mientras yo aún permanecía en Europa.
Cuando me enteré en el 2003 que la Simone había fallecido me agasajó inmediatamente una angustia por ese deseo reprimido, una zozobra excesiva, una desilusión desproporcionada por ese imposible que se imponía para el resto de mi vida, y bueno, también sentía que algo mío se había ido con ella.
La gran Nina, con su voz desnuda, zalamera, directa, ecléctica, nostálgica, con esa piel tan púrpura, tan hermosa y tan llamativa, era una mujer sin etiquetas, de todos y para todos. Su música era como ella, experimental, de todos los géneros, de todas las situaciones. Nina Simone fue sin duda una de las mejores vocalistas del siglo veinte. Es imposible escucharla y no saber que es ella quien canta, jadea, grita y se calla a la vez, dejándonos en el cuerpo una emoción y una experiencia irrepetible. Además de su maravillosa música, Nina dejó una pronunciada huella en el movimiento por los derechos civiles de los afroamericanos, siendo una activista con desmesurada pasión desde niña cuando a sus padres, por el color de la piel, les negaron el derecho de estar en la primera fila del primer concierto musical de su hija. Luego se trasladó a Filadelfia donde intentó conseguir una beca en el Instituto Curtis, pero por ser negra no fue aceptada. Su poca tolerancia por el rasismo se reflejaba en sus canciones protesta, y mediante éstas Nina Simone demostraba su rebeldía y su compromiso por un cambio. Ante el rechazo a su raza que encaraba constantemente en Norteamérica, se vio obligada a exiliarse en otros países; primero en Barbados y luego en diferentes lugares en Europa. Murió en el sur de Francia, país donde llevaba viviendo ya varios años.
Nina Simone era una mujer misteriosa, controversial, de un talento titánico, de fuertes convicciones, defensora de la libertad, de los derechos de las mujeres, activa en el movimiento feminista y el lésbico gay. Era una mujer valiente, que decía lo que sentía valiéndose de su música. Era sabido que en sus conciertos hacía sentir que ella estaba allí cantándole a cada persona de la audiencia por individual. Algo que nunca llegué a comprobar, pero que de todos modos siento cada vez que escucho sus discos.
El 21 de febrero se celebra su natalicio. Nina, ese día en tu nombre me beberé una copa de vino y en tu honor te escucharé cantar y tocar tu prodigioso piano, pues no me queda duda que es como más deseabas ser recordada.
Aquí dejo algunas imágenes de Nina Simone, desde muy joven hasta ya entrada en la tercera edad. Hermosa en todas sus etapas.
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