Durante la época de los Reyes Magos, a principio de enero, el mercado cobraba vida y se convertía en una especie de juguetería, aunque claro con ciertas restricciones. Los días previos a esas fiestas eran los más esperados y angustiosos para un niño en todo el año. Dos semanas antes todos los niños del barrio elegían en un sorteo un trozo de papel con un número entre el uno y el seis; no sin antes hacer una cola infinita, porque La Habana era sin duda la ciudad de las colas. Si en el sorteo de Reyes a un niño le tocaba el número uno, se había sacado el premio gordo o algo parecido. Eso quería decir que el primer día que abrían la juguetería podía ir a elegir sus juguetes que eran sólo tres por niño: un básico, un no básico y un dirigido (es decir uno malo y dos peores). Si le salía el dos iría a escoger juguetes el segundo día, cuando la oferta ya había mermado. Y así sucesivamente.
Durante los años que vivió bajo ese sistema, el mejor número que le tocó fue el tres. A su hermano Julio el dos. Ese año Ofelia le advirtió a Julio que podía elegir sólo dos juguetes y exigió que el tercero (por supuesto no básico) le tocaría a Amalia, a quien ese año le había tocado el número cinco. Gracias a ese intercambio Amalia consiguió un juego de tacitas de lata, todo una belleza.
Era un sistema aparentemente justo y organizado, que en el caso de Amalia no funcionaba porque jamás le tocó ir a comprar el primer día. Sólo ese día y en el turno de la mañana, era cuando se encontraban los mejores juguetes: las muñecas más lindas (si es que habían llegado muñecas), las bicicletas, las coquetas, etc. Ya al segundo día no quedaba nada que diera la misma ilusión; y el resto tocaba elegir una pelota de goma en dos colores y una suiza para saltar o un juego de yaquis. Después hasta el año entrante. Era algo devastador porque además de sacar el mejor número, también había que hacer cola, otra diferente, y esta comenzaba días antes de la apertura de la tienda. Era común encontrarse dos y hasta tres colas bifurcadas bajo aquel sol devastador. El número uno no garantizaba mucho tampoco; había, además, que ser el primero en la cola de la mañana si se quería, por ejemplo, conseguir una bicicleta.
Amalia no se quejaba, siempre tuvo juguetes y muñecas, muchas heredadas, casi siempre calvas o mancas o tuertas. Se sentía privilegiada porque algunas de sus amigas no tenían tantos juguetes como ella y su hermano Julio. Lo que nunca logró tener y siempre anheló fue un cochecito para pasear sus muñecas por la cuadra. Se moría por uno. A veces se inventaba algo parecido a un coche con una caja de cartón que su padre había tirado en el depósito, y le ataba una soga y lo arrastraba por el barrio con alguna muñeca dentro; y era feliz e infeliz al mismo tiempo, porque con tal de llenar esa satisfacción se ponía en una situación embarazosa, aunque nadie más que ella veía la situación tan tétrica como en realidad era. De niña el único cochecito de muñecas real que pudo ver fue el que unas vecina se habían traído del extranjero: no las dejaban sacarlo a la calle para que no se les estropeara, y sólo lo había visto de lejos.
De todos modos de niña no sufría demasiado por esas carencias. Recordaba su niñez como una época feliz, y a pesar de su padre, de sus modales pedantes y sus crisis de furia y malhumor, pese a las necesidades que luego hasta le causaban risa, no fue una época mala del todo. Eran más los recuerdos lindos que tenía de aquellos tiempos, o tal vez prefería bloquear los incidentes indecorosos o transformar los negativos en positivos, sólo para protegerse.
Por Grettel J. Singer
Fragmento de Tempestades solares, novela inédita
Imagen de Sally Mann
Te trasladas a Nueva York a principios del verano. De este horrible y desafiante verano del 2012, rectificas. Un nuevo comienzo, un makeover, por decirlo así, o un reencuentro con el destino, ¿por qué no? Apenas llegas a Manhattan debes regresar a Miami de repente para ver a tu padre, que ha estado muy mal y empeora cada vez más. El cáncer es así, la única enfermedad superior a los celos. Vas a verlo varias veces, le aguantas la mano, sus dedos se entrelazan, se agarran a los tuyos cada vez que procuras alejarte de la cama. Te despides —lentamente— del hombre convaleciente y ni siquiera lo sabes. Las despedidas nunca son lo que serán luego.
De vuelta a esta ciudad, en la cual aún tienes maletas y cajas a medio abrir, regadas, imponiendo el desorden y el caos de quien no está ni aquí ni allá, tal y como te sientes por dentro, desubicada. También lentamente, en interminables episodios propios de culebrón mexicano, pierdes a un amigo, que pensabas era, además, “ese” gran amor, tal vez ahora el peor de los amores, a decir verdad, a la altura del cáncer y de los celos, de las mentiras excepcionales e innecesarias. Como todas las mentiras, supones. Mujeres lindas y no tan lindas, o más bien las que te producen celos y envidia y desconsuelo, que son más o menos todas. Te desarma que alguien ocupe tu lugar, aunque sepas que no tiene que ver con ellas sino contigo, con la pérdida de lo que ingenuamente imaginabas que era esencial y por tanto único. Lo que creías el valor supremo de una conexión real, intensa, auténtica entre dos personas opuestas amarradas de golpe por un giro del destino. Y ahora sólo te queda contemplar ese concepto reducido a una falsedad absoluta e irremediable. Y si fuera sólo eso. Es también aquello que configura todo lo demás: la premeditación de otros es una fatalidad que contradice la constante espontaneidad en la que vives. Te enfadas. Ya a estas alturas el amor no debería ser un padecimiento sino un complemento. Oh, well!
Fallece tu padre de pronto, aunque del modo más predecible. Acompañado por el dolor, escoltado, además, por el mal de los males que es la certeza de una muerte segura. La noche firme se asentaba y tú asistías a un concierto de Beethoven en el Youth Center del bajo Manhattan, el que queda frente al Whole Foods de la calle Chambers que luego se ha inundado —a propósito de Sandy— y ha quedado destruido, como todo lo que está a punto de ocurrir en esta historia. Apenas la mañana anterior habías visto a tu padre antes de irte al aeropuerto, y aunque se había levantado distinto, pensaste, jamás se te ocurrió que sería la última vez.
A tu lado, tus hijas escuchan la música con atención y disfrutan los instrumentos. Dos violines, una viola y un violonchelo, especifica la mayor. Entre un movimiento y el otro, uno de los músicos relata anécdotas de la infancia de Beethoven, la lucha y las calamidades que le tocó afrontar, y sobre su talento, persistente y singular, que tú amas y amaste esa noche atosigada por la nostalgia y la confusión. Tus hijas te cuestionan, extrañadas por esas brutalidades de las que se ha hablado durante el concierto en su presencia y que tú esclareces en un breve susurro repitiendo lo que ha dicho el músico: que en efecto, el origen de la sordera del niño tuvo lugar a partir de una paliza que le dio su padre, aunque a ti te parecía que se debía a una otosclerosis. Haces una nota mental para investigarlo más tarde. Entretanto, lees los textos que está enviando tu madre en ese momento, en los que dice que tu padre no pasará de esa semana, cuando en realidad no pasará de ese lunes. Observas a las personas a tu alrededor, en su mayoría familias con niños pequeños y sí, algo malcriados, al estilo neoyorquino, en el que un niño jamás se puede estar quieto bajo ninguna circunstancia por más de cinco minutos. Pero eso no lo piensas en ese momento, al contrario, te quedas estupefacta y reflexionas sobre lo perfecto que es el ambiente justo entonces, mientras recibes la información acerca del grave estado de tu padre, y nada a tu alrededor parece tan grave como lo que te sucede en ese instante, aunque sabes que la muerte está presente ahora y siempre, en cualquier rincón. El mundo exterior es en ese sentido engañoso: ves a las personas, sus rostros anunciando algo que no tiene nada que ver con el contenido real y lo que se anticipa a tu vista o a tus sentidos es un mero reflejo de algo muy distante de la realidad. Hablando de conflictos…
Marcas el número del padre de tus hijas, que también se ha mudado a la Gran Manzana y lleva varias semanas en tu departamento hasta que resuelva el suyo, y con quien por fortuna mantienes una relación extraordinaria. Necesitas del apoyo de alguien que no haga tantas preguntas y que sepa cómo ayudar mediante códigos previamente establecidos, alentar con audacia sin ser desmedido, que se ocupe de las niñas para que puedas hacer llamadas a tu madre, a la aerolínea. Debes pensar con claridad lo que vas a hacer en las próximas 24 horas mientras caminas de vuelta a casa. Los dejas cenando y corres inapetente: a hacer tus maletas, a comprar un pasaje. La enfermera te ha asegurado por teléfono que tu padre durará de tres días a una semana, pero tú insistes en estar ahí lo antes posible, lo presientes. El último vuelo de la noche ya ha despegado, y más o menos a esa misma hora él también levanta vuelo tras vomitar un líquido oscuro.
Sangras un poco, de amor, de rabia, de alguna enfermedad que está a punto de manifestarse. Pasas días en Miami, días largos que no parecen concluir ni abarcar nada en particular. En casa de tu madre las atrapa una “leve” tempestad que las deja sin luz el día entero. Las cenizas que pesan tanto o más que un recién nacido te recuerdan lo insólito que ha sido ese día y los anteriores. La caja que las contiene es negra, rectangular y sencilla. Es la mejor caja en muchos sentidos, la adecuada para viajar, les asegura el encargado de la oficina de los servicios de cremación de Cremations of America; vaya nombre que sugiere una fiesta más que otra cosa. En caso de que ella se decida a llevarlas a Cuba, que es donde estima que tu padre debe descansar en paz, esa es la caja ideal según la reglamentación de los aeropuertos; sin embargo se siente mezquina por no haber elegido una más elegante y costosa. Ella, tu madre, habla de lo que hará con las pertenencias del difunto; huele su ropa, toca sus zapatos, llora en silencio y luego solloza y te hace llorar a ti también. Miras la caja e intentas imaginar un cuerpo allí dentro y ni en el envase más fino logras insertarlo. Buscan un sitio adecuado para colocar las cenizas: en el mueble del televisor, en el closet, en la ventana, en la sala…, concluyendo que no hay un lugar lo suficiente especial para él, ni es adorno para exhibir ni trasto que hay que esconder, y cada circunstancia resulta nueva para ustedes.
*
Viajas en la cabina de primera clase y bebes una amplia variedad de cócteles con tu compañero de asiento, un desconocido que atraviesa pérdidas similares y como tú se abandona al alivio del alcohol y la charla irrelevante sobre el caos de la aerolínea en el aeropuerto de Miami, que les ha gestionado la suerte de estar allí en primera clase y sobre todo, estar allí, a pesar de que Sandy comienza a acercarse. Necesitas ver a tus hijas lo antes posible; por ese motivo adelantaste tu vuelo la mañana anterior y has tenido suerte porque ese de las 4PM ha sido el último, los demás se cancelaron. De vuelta en Nueva York, con tremendo “Cuban State of Mind”, por la falta de electricidad, te encoges de hombros. Apenas aterrizas en La Guardia te enteras de que no puedes volver a tu edificio por causa de la evacuación obligatoria de la zona. Te reúnes con las niñas y se dirigen a casa de una amiga, un lugar pequeño, diseñado para una sola persona, cuando mucho. Ahí comienza una especie de peregrinaje urbano ya que en tu edificio se ha estropeado el sistema eléctrico y no tienen idea de cuándo los inquilinos podrán retornar a sus hogares; además la gasolina del garaje del edificio vecino se ha infiltrado en el sótano haciendo de tu hogar un lugar “inhabitable”. Los rumores te asustan, podrían ser tres o cuatro meses… es decir, el próximo año.
Deseas llevar luto. Analizas lo que es un luto tradicional, el color y el estado de ánimo, e incluso eso parece un lujo. A pesar de lo que dicen de ti, realmente no eres una gitana. Nada más reconfortante que la cotidianidad serena que organiza tus días y que durante este desastre se ha disuelto por completo. Empacas y se mudan de nuevo a casa de otra amiga unos días y más adelante a la de un amigo. Lloras por algún motivo, o todos. Tus hijas se comportan lo mejor posible, también están rebasadas.
Son las 11:11 de la mañana. Últimamente has descubierto que ese número es persistente y que a menudo cuando miras el reloj es lo que apuntan las manecillas sea AM o PM. En la nueva casa de tu ex, tu más reciente traslado temporal, desde la que fue tu cama matrimonial, miras exasperada tu edifico oscuro y abandonado al otro lado de la calle West. Piensas lo raro que todavía se siente que él sea tu ex después de llevar separados casi tres años y medio, por no hablar del otro ex, el más reciente. Es inevitable llegar a esa ridícula conclusión que adoptas cuando no encuentras la lógica: ¿cuál es el propósito de las uniones si van a terminar en separaciones? Hoy has recibido un correo electrónico en el que prometen que la electricidad está a punto de volver al edificio. Ya ha pasado más de un mes y sin embargo la noticia te produce un estado de pánico. Mientras todo estaba mal era más fácil. Oír a la gente quejarse de situaciones menos complicadas que las tuyas te confortaba, te daba una medida de lo básico y elemental de tus propias necesidades. Y ahí sigue tu edificio, la ventana de tu casa, la única ventana en todo ese espacio, frente al edificio del padre de tus hijas. Detrás de ella hay algo de lo que es tuyo, o por lo menos lo que te gusta, y se despierta el miedo otra vez, debatiéndose entre la suerte y la duda.
Admites las ventajas que has descubierto al verte perdida, husmeando en lo que es fundamental, en la carencia absoluta de aquello que llamabas hogar. Cobras la ligereza de los verdaderos propósitos, más allá de la comodidad y la seguridad ideológica o emocional que te sostiene desde hace algún tiempo. Vuelves a valerte por ti misma y la suerte no es más que un atributo inoportuno e inclemente que se aprovecha de ciertas debilidades que de otra forma permanecerían ocultas. Acechas la ciudad y su ritmo, tu edificio —que sigue pareciendo un fantasma—, y te empeñas en recordar el paseo por la rampa helicoidal del Guggenheim, y su presencia que ya no era la misma, apenas el halo de un ser extraño, muerto para ti, aunque no del todo, como tu padre. Tiene que existir alguna analogía entre esas dos pérdidas, entre todas las pérdidas, de hecho. Él entonces se zafó de tu brazo y se fue a curiosear a una de las galerías que se desvían de un pasillo del museo. Se alejó, como es habitual, y eran las 11:11, como es habitual también. Te recostaste sobre el muro cilíndrico de uno de los niveles, el más alto, crees recordar ahora. Precisabas detallar lo que te sucedía por dentro, que tenía mucho que ver con lo que sucedía por fuera. La gente era como un relleno. Es lo malo de ver el panorama desde arriba, una especie de maqueta en la que se repite una y otra persona, acción y emoción, y recuerdas por la enésima vez que lo más importante, lo indispensable podría acabarse allí mismo en ese instante, sobre esa maqueta que representa la espiral en la que estás metida, aunque más perfecta imposible, al menos desde el punto de vista visual y arquitectónico.
La cola para comprar las entradas se consume y se vuelve a formar. Las mujeres entran y salen del baño, los hombres acuden con menos frecuencia. Un niño corre hacia su madre y otro se aleja con picardía. Una pareja se besa y otra discute; también aparece en escena la pareja que ha dejado de ser pareja hace ya varios años. Las viejitas se sostienen de sus bastones y los jóvenes hablan demasiado alto, el típico artista frustrado comenta su punto de vista entre un cuadro y el otro, los asiáticos toman fotos con enormes lentes, y muchas otras personas lo hacen con sus teléfonos, para colgarlas en Facebook, Twitter, Pinterest, Instagram y cualquier otro medio posible, indagando en la prioridad del día cuando hay tanta gente en la ciudad que aún está viviendo en refugios. En cierta medida, es la única manera de seguir, junto a las condiciones precarias ha de coexistir ese otro universo paralelo que no se detiene ante la desgracia o en este caso, esa magnífica exposición de Picasso que tanto te ha hecho pensar en lo egoísta que es el hombre, en especial él, y el propio Picasso, a pesar de su impresionante obra y de lo poco que sabes de su vida. Prosigues con tu Armagedón interno, mientras él mantiene la farsa y permanece metido en un cuarto, con la cabeza en otro lugar y cuando regresa, con sus típicos planes turbios y dañinos, sabes que es hora de renunciar de una buena vez.
*
Has comenzado a nadar 5 y hasta 6 veces por semana, 850 yardas por día. Has encontrado que nadar es una manera de olvidar, de arrastrar el agua hasta un punto infinito, mental. Piensas en las yardas que se acumulan cada día, no son tantas, pero al menos estás siendo consistente. Las imaginas como un material más tangible que el agua, como una especie de tela, que es exactamente la referencia que te da la palabra “yarda”. Esta tela es una exquisitez, no existe en ningún otro lugar y aunque existiese, nadie sabría manejarla excepto tú. Se extiende con increíble flexibilidad y en apenas dos semanas de nado acumularías suficiente para cubrir el camino desde esa piscina hasta la puerta del Guggenheim. De hecho, con el agua de esas yardas podrías cubrir la ciudad entera en menos de un mes si continúas siendo disciplinada con la natación. La imagen que se te presenta es hermosa y sofisticada, el propio Christo sucumbiría a los ingenios de esa instalación espectacular, si fuera factible. Te empeñas en crear un mundo que no está al alcance de tus dominios, y eso está bien, mientras haya belleza hay esperanza; uf, detestas esa última palabra, te recuerda a algún líder indecoroso. Pero esperanza es lo que necesitas ahora mismo, y es incierta, ya se sabía, pero también lo ha sido el mundo desde el comienzo y nada lo ha detenido. Entonces regresas a tu casa, a tu hogar y le das una limpieza profunda con bastante cascarilla, alistas a tus hijas y las dejas en el colegio, cocinas, bailas, te mimas, te hablas y te recomiendas a ti misma tenerte paciencia, te tumbas en la cama y haces un buen ejercicio de llanto, sin rabieta ni ira, un ejercicio simple en el que te desprendes del malestar acumulado de los últimos meses, y todo vuelve a caer en su lugar: lo bueno con lo malo, lo lindo con lo feo, y encuentras de nuevo un equilibrio estimulante que te llena de fuerza e ilusión.
Por Grettel J. Singer