Un desconocido es por lo general quien te salva la vida, teniendo en cuenta la naturaleza imprevisible de los accidentes en sí. Llevaba el diablo en el cuerpo hacía meses, años, creo entender ahora, de locura física y desequilibrio químico. La rabia del desamor, de un despecho crónico, de una enfermedad sin igual y desproporcionada por completo me atormentaba día y noche. La lógica, implacable siempre y con su estado de cuentas al día, no mentía. Un orden impecable enumeraba los motivos que legitimaban una ruptura sentimental sin posibilidad alguna de retroceder a aquél tiempo idílico. Pero Otis Redding combatía asuntos similares con uno de sus temas que era también mi tema y resumía en varias estrofas mi padecer a partir de un reclamo improvisado aunque no menos intenso, compuesto en su mayoría por una vil desesperación idéntica a la que me atormentaba a mí.
El clavo parecía no llegar nunca. Ese clavo que todos mis amigos coincidían en que podría ser el salvador y justiciero, el remedio santo, según las estadísticas. Se podría decir que los sueños son capítulos misteriosos de un universo que no pertenece a la vida real, y sin embargo constituyen a una parte de la memoria tan fácil de sincronizar con la realidad como cualquier fragmento extraído del pasado al que aludimos una y otra vez a nuestro antojo. En otras palabras, un sueño tiene también el potencial de ser un agente del pasado y por tanto un conjunto de imágenes recicladas que conforman hechos reales, o así es como había determinado manifestar algunos de los sueños más memorables a través de mis noches más solitarias: vívidos recuerdos.
Esa noche en particular me tumbé en la cama convencida de que sin su amor me marchitaría irremediablemente. Como las solteronas de los siglos previos o como la fruta verde que de golpe se infesta de moho, o lo que es peor aun, la carne fresca que se pudre y sólo atrae bichos con su tufo rancio. ¡Oh, Dios, por ese mismo camino de descomposición iban mis carnes y mi tufo! La fortuna que regentaba mi vida familiar y profesional parecía desteñirse apenas estimulaba un concepto relacionado a la separación en cuestión o a ese impulso irrefrenable de llegar a sus brazos, de recibir un abrazo de sus brazos. Tomé algunos medicamentos con tal de conciliar el sueño y obré en función de los típicos rituales fantásticos a los que nos sometemos las personas que como yo han pactado con la bestia del amor, lanzándome a las profundidades de una pasión que no se expande en ninguna dirección excepto hacia el fondo de un vacío oscuro y sin otro propósito que desentenderse de la realidad.
En virtud del insomnio habitual que me visitaba noche tras noche y muy a pesar del cóctel de píldoras que entonaba mi negrura, me dispuse a contar ovejas; no fueron pocas. Pronto alcancé a tener varios rebaños y diferentes razas de ovinos que saltaban con los nervios a flor de piel por encima de cercas doradas guiñándome un ojo antes de descender hacia el otro lado donde se amontonaban dejando la desagradable impresión de los corrales superpoblados o algo por el estilo. Por esa razón suponía que iba a tener pesadillas y no un sueño con el dichoso clavo. Al abrirse la pantalla me encontraba en la fila de un comedor de colegio. Marcada, creí entonces, por los traumas y el hambre vividos en el tercer mundo, llené mi bandeja con más comida de la que podía ingerir en una semana. El menú del comedor se veía apetitoso y la abundancia en mi plato, decidí luego de analizarlo con más calma, simbolizaba el copioso estado doliente que contenía por dentro. Cuánto me urgía desembucharlo y transformarlo en otro tipo de afición más noble y menos exasperante.
Enseñé mi carné a la dependiente de la caja y tras un ademán de reprobación en su rostro salí a buscar un lugar para tomar asiento en el patio bajo la sombra. Sorprendida al encontrar a mi amiga Loren en la esquina de una mesa de picnic llena de celebridades junto a otra amiga en común con su marido que suele codearse con los famosos de Hollywood, proseguí hacia ellos deslumbrada por la grata sorpresa. Frente a Loren había un asiento vacío y me acomodé; al lado estaba George Clooney dándome la espalda. Me fijé en la ensalada que picoteaba, aburrida y desabrida, como su camisa beige de lunares blancos y su actuación en The American. Apenas notó cuán próximos se encontraban nuestros cuerpos se dio la vuelta y detuvo la vista en mi bandeja, en el exceso de carnes, quesos, frutas y varios postres de chocolate, crema y coco. Vaciló mi delgadez y sonriente buscó mi mirada también alegre. Luego comenté mis sospechas sobre su ensalada y la variedad de lechuga tan insípida y lamentable que había elegido; ni siquiera era de las oscuras mucho más rica en vitaminas y minerales como el berro o las espinacas, y esa en particular carecía de buen aspecto. George levantó su tenedor entusiasmado y comenzó a robarme comida y a beber de la cerveza que de manera inverosímil aunque natural retiré del comedor del colegio. Enseguida me percaté de que se sentía en casa conmigo. Siempre he sabido cuando alguien halla un lugar tibio y seguro en mi compañía, y George no pretendía esconder el súbito sosiego que le provocaba mi presencia.
Si no se hubiese tratado de George Clooney habría sido una historia de amor a primera vista como cualquier otra. Pero en efecto, era George Clooney, que a fin de cuentas seguro se ha enamorado alguna vez de la misma manera que lo hacemos los demás. George me detallaba con su cara risueña y mirada obcecada e insondable, con la misma de los días de ER con la que había conquistado a Carol Hathaway, excepto que la enfermera era un personaje ficticio y yo no, ya que en mi sueño me representaba a mí misma y George Clooney no era otro personaje que George Clooney.
¿Cómo explicarlo? Tuve la sensación de que George estaba rebasado con el suceso, que nunca antes había conectado con alguien como conmigo esa tarde, dispuesto a conocer hasta el cimiento a esa extraña que le despertaba curiosidad y deseo. Me dio a entender con gestos y miradas previamente ensayadas que después de todo por fin me merecía y que ya nunca más nos separaríamos. Esa cualidad de incondicional que exijo en una relación, él me la ofrecía con firmeza y sin el menor esfuerzo o fantasma dudoso. Ese pase lo que pase, como los pilares de acero que no se derrumban auque se expongan al peor desastre natural y que para mí es esencial cuando dos personas se aman, él me lo obsequiaba con absoluta certeza.
Después del almuerzo continuamos con el juego de las miradas y roces leves, aspirando los olores que fluían entre charlas, pensamientos y reflexiones. Ya los amigos habían desaparecido sin despedirse y de golpe advertí que el sueño llegaba a su fin. Anuncié algo tristona que debía marcharme y me sujeté del banco para levantarme. Apenas alejé la mano izquierda, George la tomó aferrado y decidido. Me preguntó si era posible acompañarme un rato más y le expliqué que era preciso que me fuera en ese instante a recoger a mi hijo a la escuela de lo contrario me retrasaría. Entonces se me ocurrió proponerle que viniera conmigo. La idea pareció agradarle y de inmediato me preguntó si tenía algún aparato en casa en el que pudiera ver un documental ya que necesitaba tomar notas y enviar esos apuntes a alguien antes de la medianoche a través del correo electrónico. Respondí que sí, que podía usar mi DVD player o en cualquier caso mi ordenador (aunque este último detesto compartirlo y me parece que George lo percibió al toque porque esbozó fugazmente esa risita macabra de quien intenta expresar lo opuesto a lo que está sintiendo). Le avisé que en cuanto llegara a casa me ocuparía de mi hijo, los deberes escolares, baño, juego, cena. A partir de las ocho de la noche dormiría como un ángel o más bien como una piedra pero le dije ángel para no confundirlo porque en el sueño pensaba en español aunque me comunicaba con George en inglés, y la traducción literaria de alguna metáfora no venía al caso. Le aseguré que una vez el niño durmiera me dedicaría a sus cuidados, ver el documental juntos, tomar unas copas. Aceptó y me acompañó a la escuela.
La gente en la calle no nos quitaba los ojos de encima y yo por momentos olvidaba que se trataba de Geroge Clooney y cuestionaba extrañada las miradas sorprendidas y el cuchicheo de los espectadores. Al rato caía otra vez en la cuenta y se lo comentaba incrédula. —¡Claro, es que eres George Clooney, por eso nos miran boquiabiertos! —Él, sin inmutarse en lo más mínimo continuaba absorto mientras marcaba pasos firmes y casi sonoros. Supuse que estaba acostumbrado a la atención de los desconocidos y algunos conocidos míos que aparecían al azar. Su interés lo dirigía hacia mí en su totalidad y no me quedaba claro cómo garantizarle que haberlo conocido esa tarde me había conmovido de igual modo. ¿Cómo dejar de aparentar que aún me recuperaba de un mal amor cuando de repente parecía sanarme en menos de un día sin ningún tipo de venganza? Justo en ese momento lo vi en la distancia, parado en una esquina como esperándome. George me tenía agarrada de la mano todavía y fijó la vista en el sujeto pero enseguida la desvió descartando la amenaza. Era el momento que tanto había esperado, en el que emergía de mi propio sueño sostenida por el brazo de otro hombre, de George Clooney nada más y nada menos. Eat your heart out!, vaya, es lo que habría pensado si el gesto en su cara no habría sido tan entrañable y la familiaridad del encuentro tan grata a pesar de la circunstancia.
A la mañana siguiente mientras preparaba el desayuno y colaba el café pude atribuirle significados más apropiados a ese encuentro. El odio almacenado se había evaporado. Dejé de desear que se accidentara el avión que una y otra vez lo había apartado de mí. De vuelta en el sueño continué caminando al lado de George. Reparé en cómo la piedra que llevaba en el estómago hacía algún tiempo perdía peso a medida que nos alejábamos y a cambio se filtraban mariposas. Cruzamos la esquina hasta llegar a la escuela de mi pequeño. Le presenté a George y a pesar de lo tímido que suele ser se mostró contento y hasta le enseñó el hueco en la encía del diente que había perdido la noche anterior. Dejó que George lo levantara en peso y recostó su cabecita el resto del recorrido sobre el hombro de mi nuevo amigo. Tuve la impresión de que me rescataban y me llevaban de la mano por un camino iluminado. Un nuevo comienzo se avecinaba con George Clooney.
El niño ya dormía y me acosté al lado de George a conversar. En esas horas en las que nos habíamos separado se habían acumulado varios temas que precisaba compartir con él. Me invadió un terrible deseo de ir al baño y aguanté todo lo que puede porque sé lo improbable que suele ser conectar con el mismo sueño… no lo voy a saber yo. Desde que di a luz lo único que se me ha encogido es la vejiga y el capricho no pudo ser más inoportuno y habría sido el final de cualquier sueño tan fantástico como ese del cual era parte. Así que me despedí de Geroge agradecida por se gentileza, por inculcar la ilusión de un futuro más allá de la desesperanza. Él me miró sobrecogido por una ternura inexplicable desestimando que en los sueños ir al baño representa el final de una historia. Convencida de que ya no volvería a verlo lo abracé y le susurré que ojalá regresara pronto. Él me miró embobado y soltó una pequeña carcajada que inundó la habitación. Me fui con los ojos cerrados hasta la taza reviviendo las escenas del sueño con la idea de reconectarme de nuevo en cuanto regresara a la cama. En efecto, tan pronto entré en escena ya era la mañana siguiente y George y yo estábamos desnudos en mi cama. Abrí los ojos y encontré su espalda, que en realidad era la espalda del otro, ancha y delgada, y el olor, sí también el olor del otro, a fabrica de cartón combinado con alguna esencia de los bosques de Nueva Inglaterra, pero qué importa, eso no lo supe en ese momento sino cuando me desperté, por lo tanto el recuerdo continuaba siendo auténtico aunque también lo fuera la referencia, por desgracia. Si habíamos hecho el amor no lo recordaba, pero me sentía satisfecha, en un estado de absoluta plenitud. A partir de esa noche surgió un encuentro con George casi a diario y poco a poco ese clavo fue sacando el otro clavo. Poco a poco.
Por Grettel J. Singer