Como cuando uno comienza a enamorarse y lo que nos mueve por dentro va más aprisa que lo que sucede por fuera. Una impresión, opuesta a cualquier razón o inteligencia, avanza al descaro como un capricho infantil guiado por una intuición que nace –o resucita- de la nada. Devoción, sería la palabra exacta.
Esa tarde cuando se subió a mi coche sonaba un bolero que cantaban Gema y Pavel. Llevábamos queriéndonos poco, menos de veinticuatro horas, y si dejábamos de vernos unos minutos enseguida patinaba sobre lagunas en cuanto a ciertos rasgos físicos y gestos, aunque recuerdo haber mirado, cautivada, su oreja izquierda. En ese orden comencé a memorizar su cuerpo. Era la primera vez que había puesto mis ojos sobre ella y recuerdo haber pensado eso mismo, que nunca antes había visto esa oreja, ni una parecida. Estaba reconociéndolo, igual que en una cita médica. El tamaño, la forma indiscutiblemente rara y sin duda peculiar de una oreja, las suyas en particular, llenas de vericuetos que nacían y morían sin precisar borde ni esquina. Esa oreja a cuyo cuerpo ya mi alma pertenecía irremediablemente. Se podría decir que ambas orejas, pero esa en especial era mía. La nuestra fue una relación que comenzó, se prolongó y finalizó en mi coche; era yo la que siempre conducía y esa era la oreja con la cual siempre coincidía. Esa oreja era más allegada a mí que cualquiera de mis propias orejas que apenas he estudiado con indiferencia.
Podía verme a mí misma desde afuera analizando ese órgano de alguien casi desconocido, que horas antes llevaba una vida que poco tenía que ver con la mía. Ni imaginarme que a partir de ese momento el equilibrio en nuestro mundo dependería de una sonrisa en común o una leve expresión en sus ojos o mis labios entumidos, un grito, un silencio, una duda. ¿Lo habrá sabido él entonces? Yo sí, lo supe al instante. Un precipicio se abrió de pronto y me lancé, llevándolo conmigo. Desde ese fondo en el que nos arrastrábamos supe que la oreja era la culpable, la que marcaba un antes y un después.
Luego le acaricié la nuca y descubrí ese nódulo inexplicable que no he encontrado en nadie más. Metí los dedos dentro de las dos orejas raras y de una fisonomía medio romana, como su nariz —y hasta me atrevería a concluir que eran atractivas. Me detuve en sus mejillas ardientes, acicaladas con una arruga profunda en vertical por el lado izquierdo. Tenía muy cerca sus ojos, sus labios carnosos y anchos, demasiado anchos, demasiado carnosos. Si apartaba la mirada un segundo todo perdía sentido. Fue ahí cuando supe que ya me había encadenado, que lo iba a querer demasiado, que lo iba a abandonar todo por él, que cambiaría el curso de mi vida con tal de estar lo más cerca posible de ese extraño; disponible en cuerpo y alma, vaya. Un imán. Su cuerpo era ese imán, y cada cosa que salía de su boca me atraía hacia él, hacia su caos.
Apenas el día antes había amanecido en mi casa sin el menor reparo, sin mi permiso y sin tocarme. Cuando me desperté ya ronroneaba por la sala, y me agradó su presencia, su suavidad, la calma y el orden que imponía en tan poco tiempo, la prudencia y a su vez el atrevimiento en su justa medida. Esa apariencia de que dos seres tienen una larga historia aunque en realidad se acaban de conocer. Ah, sí, ahora lo recuerdo, estaba parado frente a la meseta de la cocina cortando unas frutas e hirviendo agua para preparar un té. La tetera, las tazas y la azucarera ya estaban sobre la mesa. Y él frente a la tabla de cortar, inclinado, casi besándola, tajaba con esmero una pera y unas fresas. Qué manera tan hermosa y delicada de trocear las frutas en tamaños exactos, de embellecer dándole nuevas formas a lo que ya era bello. Todo aquello me parecía una elaboración perfecta, una celebración de los rituales de la comida y del placer.
Salpicó algo de azúcar sobre las fresas y eso me causó gracia. Sólo a un caribeño se le ocurriría. Nos sentamos a beber el té y a mordisquear las frutas. Me sacó de entre los diente una semillita de una de las fresas y tras examinarla se la tragó. Alguna cucharada llevó a mi boca sonriente, mientras descifrábamos la música de mi Ipod, reparando, hojeando entre libros regados por ahí y por allá. Pasamos en eso varias horas, horas en las que podía sentir cómo calaba dentro de mí de la manera más irritante: la permanente, —y en lo más profundo, pero esa parte no la supe hasta mucho después. Era el accidente que no se podía evitar, porque no es para todos el milagro de un gran amor, ni tampoco la desdicha en la cual suele convertirse.
Y lo dejé allí sentado, en la orilla de una calle donde alguien lo recogería más tarde. Huí sin mirar atrás. Aquello de pronto me pareció una emboscada sentimental. Pero él se había quedado conmigo y el vacío en el asiento del copiloto se hizo gigante. ¿Cómo podía hacerme tanta falta alguien a quien acababa de conocer? Marqué el número de su amigo con urgencia y fue él quien respondió. Necesitaba expresarle mi súbita necesidad, y lo hice en forma de broma. Él, en cambio, se mostró serio. Luego esa noche, cuando nos volvimos a encontrar, ya estábamos cogidos mutuamente, como dos aguas que desembocan en un mismo río. Una metáfora sobada a la que justo entonces le pude dar sentido.
Nos sentamos en la terraza de un café. No nos podíamos ni mirar a la cara y menos a los ojos, disimulando algo de pudor. Le pregunté que por qué no se atrevía a mirarme a los ojos y él me respondió que estaba nervioso. Esas preguntas previsibles y sosas que nos nacen casi por inercia ante la locura que se supone que es enamorarse desesperadamente de un ser a quien acabas de conocer y que además te corresponde… y todo lo que podría ser raro, es raro, pero compensado por alguna lógica inaudita. Me rozó un hombro con el meñique medio torcido de su mano izquierda (ese perfil que era el que me gustaba a mí: el de la oreja, la arruga y el dedo jorobado) y me estremecí. Uno se vuelve tan vulnerable en esas circunstancias. Supongo que advertía lo que venía: el beso. El primer beso que se demoró una eternidad, y que cuando por fin llegó duró el doble y concluyó con esa oreja izquierda metida en mi boca.
Todas esas canciones melancólicas que suenan cuando estoy triste, cuando estoy contenta, cuando estoy bien y cuando estoy mal, son la banda sonora que completa este puzzle. Mi enredo, mis grandes amores, o el gran amor que luego pasa a ser parte de los recuerdos, a veces inexactos y a veces tan reales que desarman y queman como algo abominable. Pero que en definitiva, abren paso a esa larga y benévola certeza de un orden rotundo e incondicional que justifica una vida bien vivida, o en todo caso, vivida al máximo, aun a merced de la demencia y del vacío.
Eso no es lo único que me ha dejado: hay un cuadro, hay una libreta llena de apuntes, hay también un albornoz de rayas que apenas me asomo se monta sobre mi cuerpo, muchos libros, y uno en particular que leo en este preciso momento y en cuyas páginas se cuenta la historia de un hombre que es el vivo retrato de su imagen, una historia que también ha sido nuestra historia y la historia de todos los que alguna vez hemos amado a alguien tanto o más que a nosotros mismos.
Ilustración: Eduardo Sarmiento, Love at first sight, 2010.