Día de Jury Duty. En otras ocasiones me he encontrado embarazada o de viaje, pero esta vez no me quedó más remedio que presentarme para cumplir con las obligaciones que se me exigen como ciudadana de este país que me ha acogido con cariño, como dicen por ahí. El sistema está diseñado con un orden impecable, y cientos de personas se amontonan a esperar a que les toque su turno sin saber cuándo los llamarán o si los llamarán siquiera. Es nuestro deber, ya lo sé, pero estando ahí uno percibe muchas ironías de esta vida, y de lo intangible que suele ser la libertad absoluta, puro alarde. Presumo que algunos en el salón, como yo, han ido con intenciones de fallar, de desacreditar ante un juez su propia inteligencia y coherencia, y en cambio hemos ensayando en casa opiniones tontas y personales que colocarán el caso en una situación comprometida. Como resultado, es probable que nos manden a casa lo antes posible y tal vez hasta nos tachen de esa la lista para siempre.
Entro a una habitación que está acomodada para la gente que desea trabajar o conectarse a la internet, aunque la señal es bastante lenta y desaparece de manera súbita e intempestiva. Cada cual está en lo suyo y hay un silencio que me reconforta, en medio de esa sala helada y rodeada de concreto tan indeseable cuando el día está tan hermoso allá afuera. Me pongo a corregir el manuscrito por la milésima vez, aunque con frecuencia miro en derredor y suelo distraerme confabulando a través de observaciones nimias. De hecho, son pocas las distracciones y ése parece un sitio ideal para reparar mis erratas, o errores, porque en realidad son grandes y algunos llegan a ser irreparables. Un hombre ya mayor entra y se sienta en mi mesa y comienza a conversar por teléfono con una amiga, al parecer. Se concretan varios asuntos, en su mayoría personales. Me irrito ya que he perdido toda concentración y ahora me interesa más la vida del extraño y su interlocutora que el trabajo retrasado que me dispongo a terminar antes de que acabe la semana, o el mes, o el año, quién sabe a estas alturas. Un sonido aislado es casi peor que el vocerío unánime de un grupo de personas, como he podido comprobar una y mil veces.
El señor cuelga e inmediatamente comienza a marcar otro número. Una muchacha sentada en otra mesa lo interrumpe y le pide que salga al otro salón más amplio donde aguarda el resto de las personas que no necesitan conectarse o trabajar en silencio y disfrutan de la película que pasan en los televisores, y desde donde se puede hablar por teléfono todo lo que se desee. Otros apoyan a la muchacha que exige discreción. El señor sale indignado con su teléfono en mano y busca por todas partes el cartel que supuestamente indica que en ése cuarto no está permitido hacer llamadas. Minutos más tarde vuelve a entrar con cara de ingenuo y nos aclara que no sólo el cartel no existe, sino que afuera no se puede hablar porque es imposible escuchar por encima del cotilleo espantoso de la gente y la risotada impredecible de Sandra Bullock en The Proposal. Alguien le explica que para nosotros es imposible trabajar por esos mismos motivos que él acaba de exponer. Éste, más indignado aún, se da la vuelta y tira la puerta resuelto a no volver, y no vuelve. La mayoría de la gente es así, indiferente al mundo y sus regulaciones cuando de su comodidad se trata.
Me levanto y abandono mis cosas personales brevemente confiándoselas al señor sentado en la mesa de al lado y con quien he tenido un fugaz intercambio de palabras acerca del maleducado e imprudente que nos concierne a todos aquellos que presenciamos su malcriadez, que si no fuera por los demás, a mí hasta me habría resultado graciosa.
Me dirijo a la pequeña cafetería y pido un cortadito. Tenía ganas de beber un café americano, bien aguadito, pero teniendo en cuenta lo oscuro que se ve y cuán obvio es que lleva un buen rato requemándose, decido aventurarme. La dependiente que se encuentra entretenida mirando algún programa matutino en el televisor pequeñísimo que está en la esquina izquierda del mostrador, me pide que espere a que salga la otra señora del baño, la que sabe hacer el cortadito. Debo estar equivocada pero hasta yo que nunca antes había visto la máquina podría preparar un cortadito sin lugar a dudas. Cuando por fin la señora sale del baño, al cabo de un rato considerable, me distrae una sospecha inmediata porque no todo el mundo se lava las manos antes de abandonar el cuarto de aseo, pero me parece que la mujer es haitiana, y siempre he pensado que los haitianos son gente limpia y de fiar en la cocina. Apenas su compañera le informa sobre mi pedido, se las lava, eso sí, en muy pocos segundos, ni siquiera ha hecho espuma el jabón. Enseguida agarra un jarrito lleno de café y comienza a prepararme el cortadito. Le pido con un tono amable aunque impaciente que vuelva a colar otro jarrito, sin embargo insiste y me confirma algo enardecida que ese que tiene es fresco, acabadito de colar, como si le acabara de pedir que obrara un milagro sobre la cafetera. Insisto, y con mala cara la haitiana cuela de nuevo. Pienso en aclararle que el café hecho luego de veinte minutos se oxida, y además, no sabe igual, pero no se lo digo, con pensarlo basta. Sirve el cortadito de mala gana en una taza frágil, casi de papel, al parecer. Aun así tiene mala pinta porque sé que la leche que usó no es la primera vez que la calienta, ni es la mejor leche. Cuando lo pruebo, sabe raro, a detergente o algún producto parecido; $1.35 en la basura.
Regreso al mismo salón muerta de frío. ¿Por qué siento tanto frío? Llevo puesto mi abrigo de lana que compré en Umbría hace unos años. Es un abrigo que abriga, pero en estas oficinas pareciera estar desnuda, mientras que hay mujeres desabrigadas, y hasta con sandalias, y el termostato indicando 60 grados no parece molestarles en lo más mínimo. Detesto el frío interior al cual uno está normalmente sometido en esta ciudad el año entero.
Me puse a conversar bajito con otro hombre que se sentó en mi mesa reemplazando al del teléfono. Poco a poco fueron llamando a todos y a media mañana ya apenas quedábamos él y yo. Un ingeniero colombiano que vive de sus ideas. Soy un inventor, me asegura con dotes de excelencia. ¿Qué es un inventor?, pregunto intrigada, con la imagen de Robert Fulton o Graham Bell divagada en mi cabeza. Alguien que ejecuta sus ideas, que las realiza, las materializa. Claro, eso lo sabía, pero por alguna razón escucharlo es refrescante, especialmente si en efecto, tengo frente a mí a un inventor. Me cuenta sobre algunas de sus creaciones, realmente es ingenioso el hombre. Ha creado un calzado femenino que se dobla por la mitad para ahorrar espacio y además el talón adquiere altura según los gustos. La parte de la suela es flexible y el tacón se puede colocar en tres posiciones diferentes, desde lo plano hasta unas cinco pulgadas. Me parece innecesario, la verdad, y sospecho que la mayoría de las mujeres preferimos tener tres tipos de zapatos con tres tipos de tacones, en vez de invertir tanto dinero en un solo par, porque además, la gracia vale por tres pares de zapatos, como mínimo. Sin embargo, no revelo mi opinión y por el contrario, estimo su voluntad.
Como buen inventor, de mujeres sabe poco. En cambio, le comento mis ideas, los inventos que yo he soñado efectuar antes de morir. Por ejemplo, una máquina de hacer cosquillas que reemplace la mano humana, y que se le pueda cambiar las herramientas a diferentes velocidades, tactos y temperaturas. El diseño sería parecido a los equipos que utilizan en el dentista, con silla incluida. También le hablo de la máquina del tiempo que tengo pensada, para movernos de un lado a otro con más rapidez y menos costo desde nuestra propia casa. Ahí no he sido nada creativa y la cabina que he imaginado sería muy parecida a la de un ascensor, pero es cierto que la fabricación de dicho aparato presenta problemas más que grandes, digamos, en el contexto de nuestra realidad, y se nota en la cara del inventor. Hablo, además, de un lugar idílico para tomar siestas a cualquier hora del día, lleno de literas y sonidos de delfines, situado en Lincoln Road, en el que uno pueda pagar por descansar unos minutos o un par de horas a lo máximo. También le comento sobre una píldora especial que todavía no existe, la del mal de amores, como una especie de Xanax para apasionados en recuperación. Ah, eso sí sería un invento, nos haríamos millonarios, exclama el inventor siguiéndome la corriente. ¿Por qué ha de existir una pastilla para absolutamente todo en esta vida y cuando de desdichas amorosas se trata persiste el mismo modo a la antigua? Tiempo es lo único que nos cura, es cierto, y no la duración normal, no, es un tiempo especial, más duradero que cualquier otro tiempo. Porque en efecto, las horas son larguísimas en esos estados emocionales. ¿Por qué ya no se ha inventado un químico que apacigüe esas calamidades, que borre las referencias y los olores de nuestro disco duro? Porque el amor es como la muerte, un misterio, concluye el inventor, sin mucho ánimo para respaldar mi proyecto emocional ante lo irremediable y descorazonado que resulta ese asunto.
A ninguno de los dos nos llaman, ni antes ni después del almuerzo, que no ha sido corto y no sólo hemos bebido más de la cuenta, sino que hemos llegado con retraso a la corte para el turno de la tarde. Nos despedimos como dos grandes amigos y no nos volvemos a ver, luego de habernos pasado lucubrando casi ocho horas, y de intercambiar señas personales e ideas maravillosas.