No quería casarme.
Entre varios motivos, dos eran los más importantes. En principio porque las bodas me aburren tremendamente y no deseaba pagarle con esa moneda a la gente que quiero. Además, no concibo ese despilfarro de dinero en vestidos que no se volverán a usar, zapatos incómodos y hectáreas de flores desperdiciadas. El otro motivo, más importante aún, es que mi boda se llenaría de amigos y familiares que no disfrutaban de los mismos derechos que mi pareja y yo. Eso no me cuadraba en lo absoluto. Y ahora, diez años más tarde todavía siento un gran sentimiento de culpabilidad cuando veo las dificultades que han pasado y siguen pasando las parejas gays que estaban ya unidas en aquel momento y que pacientemente contemplaron a la “gente normal” unirse legalmente.
Discutir estos temas con las personas que se oponen a los derechos nupciales de los gays es una completa inutilidad. De hecho, lo acabo de comprobar nuevamente no hace mucho. Bebiendo el té con un amigo y hablando sobre la belleza y otros temas más o menos superfluos, surgió aquello de legalizar el matrimonio entre parejas del mismo sexo. Él me aseguró que todos los activistas eran unos sinvergüenzas y que los sucesos posteriores a esa legalización serían devastadores: el matrimonio entre hombres y caballos, y más adelante entre hombres y ballenas también. No puede menos que reírme, pero en realidad detrás de esa burla había escondido un rencor y un desprecio digno de lástima. Claro que con la lástima la gente siempre termina pasándose de rosca, así que terminamos como perro y gato.
Semanas después en la playa, mientras intentaba solearme pero en realidad construía castillos de arena con mis hijas, observaba a dos chicas muy cerca de donde estábamos. Eran hermosísimas y de verdad que daba gusto verlas en pleno romance. Me gusta ver lo que hace y poner atención a lo que dice la gente cuando no se percata de que está siendo espiada. La playa es un excelente lugar para hacer vida de escritora, se ven tantas cosas que luego terminan en el ordenador. Es inevitable, nos comportamos diferente cuando estamos bajo los hechizos del sol y rodeado de mar y arena. Todo el mundo prácticamente se desnuda y hasta los más conservadores enseñan yardas y más yardas de piel, y ésta no tiene ni que estar en buen estado. Los hilos dentales se cuelan en cualquier nalga así sea la cosa más desagradable al ojo humano. Nada que no me voy a poner a criticar pero en la playa la gente hace lo que le viene en gana porque es así, el mar es peligroso y descaradamente liberador. Las parejas se aprietan más, se aplican y se frotan las pomadas bloqueadoras y se rozan los filitos de las zonas eróticas, se tumban unos sobre los otros como si se encontraran en una cama gigante, y cuando dos chicas se besan entonces se arma un escándalo en nada más y nada menos que Miami Beach. ¡Por favor!
Yo llevaba rato contemplándolas, poniendo atención al cuchicheo tierno entre dos personas abandonadas al misterio de ese magnetismo irremediable que embobece cuando nos enamoramos. Eran guapas y jóvenes, de cuerpos firmes y tal vez demasiado deseables. Estaban enajenadas y hablaban de cosas lindas, hacían planes para el futuro inmediato, como donde iban a cenar esa noche y a cual tienda irían de compras al día siguiente y cuantas calorías era posible perder montando bicicleta desde South Beach a Biscayne Boulevard. Cosa que quise responderles inmediatamente porque tengo un amigo que hace ese trayecto en su bici a diario y me ha dado la cifra una y mil veces. Entonces me puse a conversar con ellas un rato y terminaron contándome una historia horrible de lo que habían pasado ambas para estar juntas. Y ahora que por fin habían logrado rebasar los obstáculos era imposible casarse o legalizar su relación.
Me quedé triste con esa historia de amor imposible y me lancé al mar con mis niñas. Desde el agua las observaba con pena, pues debe ser horroroso tener tantas ilusiones y que sean otros los que decidan. Fue en ese momento cuando las chicas lindas se dieron un beso. Nada obsceno ni mucho menos, tan sólo un besito de piquito. De pronto una pareja de americanos de algún estado muy lejano se levantaron incómodos y se fueron a quejar con el salvavidas. Éste por supuesto les explicó que ese no era un asunto de vida o muerte y ni siquiera relacionado con el mar y por lo tanto poco o nada podía hacer por ellos. Desde el celular marcaron a la policía. Eso tampoco funcionó. Es que por suerte en Miami vivimos en una burbuja, especialmente en la zona playera, y el policía también siendo gay casi se los lleva presos por levantar calumnias y arrojar cabos se cigarro en la arena.
Nada que ya se va haciendo urgente un cambio de algo. Hace falta que se apliquen leyes de igualdad y de que los homofóbicos que creen que el amor entre dos personas del mismo sexo es una unión relacionada a la zoofilia o algún otro concepto de igual improbabilidad, que descarten esa bobería insólita de una vez por todas que es muy injusto y riesgoso que personas tan retrógradas sean las que tengan el mando con este asunto. Pero principalmente ya es el momento, desde hace tiempo, de legalizar el matrimonio gay en los Estados Unidos que en esas cosas de papeleo nupcial es tan igual como cualquier otro derecho entre parejas, y que además nos las damos de avanzados pero qué va nos han tomado la delantera desde hace rato.
Hace un par de mañanas se me hizo casi imposible salir de casa. De esos días que a uno todo se le desliza de las manos, los problemas se potencian entre sí, se extravía la llave del carro y se derrama el café recién colado en un vestido blanco de hilo que me priva y sobre los huevos que acababa de freír, mientras el inodoro está tupido y las frazadas para limpiar el agua desaparecieron. Llovía a cántaros, me tropecé con una mesa que me tronchó las pistolas, y eran apenas las 7:30am y ya llevaba horas despierta. ¡Maldición!
Eso me pasa por no irme a la cama más temprano la noche anterior.
Cada vez que me levanto con el moño virado y el mundo conspira desde tan temprano, temo a la condición maléfica que el resto del día me pueda deparar. Y siempre me urge comprender cómo esa cadena de sucesos insólitos e inexplicables se trenzará con las horas de mi larga jornada que con certeza estará abastecida de infortunio tras infortunio.
Decidí salir a trotar. Hacía días que no ejercitaba los músculos y sin dudas me hacía mucha falta. Ya había despachado a mis hijas en sus respectivos colegios y había cesado la lluvia. Así que con Ipod en mano y media dormida aún, abrí la puerta de la casa cuando para mi sorpresa y gran susto tenía delante un suntuoso dragón negro que me miraba seria y profundamente, con hambre tal vez. Quedé muy impactada por esa visita inesperada, realmente inesperada.
Un dragón negro, inmenso, con la panza violeta, las orejas y los ojos azul tornasolado, los faroles de la nariz dilatados, y hasta pueda que haya reconocido humo y alas moverse en mi dirección. La boca amarilla abierta a todo dar, la lengua larga y abultada y los dientes negros y afiladitos. A pesar de la escena tétrica no quedaba claro si sus intenciones eran bondadosas o malvadas. Era uno de esos dragones que su presencia te confunden y lo mismo pueden comerte de un bocado como convertirse en la mascota que te mima con privilegios y te pasea sobre su lomo de ciudad en ciudad, te rescata de las torres embrujadas y quema por ti a cualquiera que te eche una miradita un pelo menos que circunspecta.
Por su puesto, era un dragón buenazo y relleno de algodón. Pero por momentos lo dudé y hasta pensé que me iba a desayunar. Como que olvidé que los dragones no existían, al menos en este mundillo mío. Así era de grandote y severo, y prepotente también. Además, no sería la primera vez que veo una cosa que en realidad es otra. Total, a veces me pregunto si lo que entra en escena es realmente lo que hay, ¿pero para qué ponerse a metafisiquear a estas altura?…
Ya por la tarde, con peluche en mano y todas las otras bolsas que yacían cerca del umbral de la puerta de mi casa desde la noche anterior, decidí acercarme a la tienda del refugio a ayudar a reorganizar el desmadre que no hemos logrado superar gracias a las generosas donaciones recibidas durante estas semanas. Sí, el portal de mi casa es como un altar público que recauda y agradece las sobras de los demás. Porque en realidad nada es exactamente lo que es, y lo que para una persona se ha convertido en basura, se vuelve útil y necesario para otra. Es que eso del reciclaje es genial.
Sacar al dragón de casa no fue empresa fácil. En cuanto mis hijas lo vieron propusieron adoptarlo, pero una debe seguir los buenos caminos de la ética y la moral, y el dragón estaba destinado a encontrar el futuro que alguien planificó para él. Fue una pena porque realmente le habíamos tomado cariño.
La cuestión es la siguiente. Me llevé el dragón para la tienda y como había anticipado se vendió inmediatamente. Lo otro que pasó inmediatamente fue que mi suerte cambió, ni para bien ni para mal, sólo que a veces me parece que hay días que a uno no le queda de otra que estar atento en todo momento observando el entrono y aprendiendo a aceptarlo. Nada, de esas cosas incrédulas que suceden en fila y por orden y uno como testigo no se puede escapar.
El dragón se fue contento, con una chica que lo estaba buscando. Así, tal cual, entró a la tienda y cuando lo vio nos dijo que llevaba meses buscando a ese mismo dragón. Luego una señora entró a comprar algo que se encontraba entre las cosas que su hija había donado semanas atrás, pero que no debió donarlo porque se trataba de una reliquia que había pertenecido a sus antepasados. Reliquia que yo sostenía en mis manos en ese preciso instante pensando algo parecido y tratando de adivinar el precio correcto para ponerla a la venta.
Varios otros sucesos más o menos anormales acontecieron durante las horas que prosiguieron. Pero para no aburrir mejor voy directo a los más inusuales. Tres arco iris desplayados en el cielo como si se tratara de la cosa más normal del mundo. Luego leo que se pueden producir hasta trece arco iris de una vez, pero casi imposible ver más de dos a simple vista. Un árbol cayó en la autopista con raíz y todo, sin la ayuda de un viento ni otras fuerzas, al parecer. El carro que tenía delante se quedó atónito con la caída inesperada y no respondió a los bocinazos del carro que yo tenía atrás. Entonces la mujer (porque sólo una mujer se desquicia de ese modo) salió de su carro y se dirigió al carro del hombre atónito y le dio una bofetada y con la misma regresó a su carro con cara de satisfacción. El hombre increíblemente le dio las gracias y siguió su camino.
Llegué a la cena muerta de hambre. Hacía tiempo que no veía a las chicas de mi juventud. Un gusanito chulísimo se daba a la fuga con cierta pereza, y luego otro mucho más apurado, seguido por unos tres más pequeños que huían con prisa también, mientras mis amigas miraban mi ensalada alucinando y casi arrojan los tragos que habían consumido al ver aquél movimiento de cuerpos en la mesa. En mi celular tenía un mensaje importantísimo, otra amiga a quien le habían diagnosticado leucemia resultó sana. Ya no te vas a morir. ¡Qué suerte!
Al llegar a casa, exhausta con el resultado de mi día, besé a mis hijas que dormían serenas como dos hadas, excepto que desnudas las dos de pie a cabeza, cosa que mi esposo no pudo explicar ni esa noche ni las niñas a la mañana siguiente.
Y para colmo esa misma noche salí a caminar a Domingo y escuché, y no miento, palabras en su ladrido. Quiero casarme, me ladró Domingo. Pero es que los perros no se casan, le dije anonadada, justo en lo que pisaba la segunda caca del paseo, y ya no ladró más pero se quedó triste. Sentí de repente el cambio más inusual que se puede sentir en esta ciudad: la llegada del otoño. Otoño tardío, leve, mezquino, casi inadvertido, pero sin duda llegaba como aquel olorcito lejano de un pastel de manzanas que se escapa de alguna ventana.
Y me pregunto si son los cambios atmosféricos los que tienen algo que ver con esas situaciones tan inverosímiles que a veces me apabullan en conjunto en un mismo día, o si acaso es posible que en ocasiones nos volvamos temporalmente locos cuando vemos demasiadas noticias, no dormimos lo suficiente y trabajamos más de la cuenta, y de golpe se pierden todas las perspectivas, se confunden las visiones y se hace más fácil caer de soslayo en otras dimensiones, menos corruptas y más tolerantes que la maldita realidad.
Ilustración: Eduardo Sarmiento