No siempre es fácil compartir la cama por más amada que sea la persona en compañía. En un mundo ideal, que es más o menos en el único en el que puedo yo habitar -aunque sea puro cuento mío- para quedarme dormida como es debido necesito como mínimo un setenta y cinco por ciento de mi cama tamaño king. Ya durante el resto de la noche las exigencias disminuyen. En esa distancia que nos separa a mi pareja y a mí, quedan atrapado los ronquidos -en todos sus variantes- que produce su bellísimo cuerpo. Aunque no estoy tan lejos, el eco es en realidad el sonido en vivo y directo de algo así como una locomotora que no se intimida con la quietud de la noche ni con mis pellizcos. La verdad que esa idea de Frida Kahlo de dormir en distintas propiedades con un puente de por medio no está nada mal. Cada cual en su casa y en su cama.
Si mi esposo y yo durmiéramos en diferentes espacios construiría una habitación secreta y la mantendría bajo llave: the love shack. La decoración sería oscura y acogedora para contrastar el modernismo y la blancura del resto de la casa. Me gustaría una onda francesa-holliwoodesca en tonos vino, morado y azul violeta. Iluminación mínima, sábanas satinadas de algodón egipcio, manipulado en turquía, 600 hebras de plegado simple por pulgada y calidad en grosor. Las almohadas y las fundas serían de seda cultivada. Me gustaría cambiar el fresco olor de los aceites de Aveda por otros menos naturales y más sensuales, y tal vez hasta me animaría a quemar inciensos de amor, aunque en estos últimos años cada vez que lo he intentado termino con una náusea más fuerte que un muro de piedras. Cuando era más joven me encerraba en mi cuarto y quemaba incienso continuamente con las ventanas bien cerradas, hasta que un día repugnada y aletargada, al borde de un desmayo por causa de la sobredosis de esos humos, determiné sacarlo de mi vida, pero es hasta posible que en el love shack me vuelva más flexible. En vez de persianas colgaría cortinas blackout. Prohibiría la música de Hannah Montana y sus familiares para escuchar esos ritmos africanos que embobecen y detienen el tiempo. Un minibar sería de muy buen uso, cancelando cualquier motivo o intento de alejarse de nuestra madriguera. Con este plan me imagino que se evitarían las costumbres del diario en las altas horas de la noche.
Los siniestros ronquidos, las temperaturas ardientes que provienen del otro lado de la cama y se enfrentan a duelo con la temperatura perfecta que he creado en mi lado. La falta de planificación en cuanto al edredón es una incongruencia más. El hecho de que la noche comience tibia y luego refresque no justifica que alguien pueda tirar de la colcha a cualquier hora de la madrugada sin fijarse en que ha dejado a la otra persona a la intemperie. También persiste el pie rebelde que constantemente tiene que salir y entrar trancando las salidas de emergencias, envolviéndome en un tamal que no me da libertad de moverme plenamente en mi propia cama. Y esa testarudez de meter la sábana y la colcha debajo del colchón como un burrito, ¡qué claustrofobia! O cuando se despierta irritado y desorientado luego de una pesadilla de persecución. Oye, qué yo no soy un saco de boxeo. Mientras el aire acondicionado disparado a todo dar. La luz de la mesita de noche se quedó encendida y un libro abierto sin marcar la página está al cerrarse, los espejuelos en el aire buscando piso me ponen tan nerviosa que normalmente termino acomodando las malas costumbres de los demás. El despertador disparado con la alarma de pánico para dócilmente despertar al más perezoso y relajado dormilón y groseramente arrancarle el sueño a la más malhumorada y peligrosa bestia durmiente. Y claro, no hay que olvidar las segundas y terceras personas que se lanzan con el fin de adueñarse de mi cama huyendo de los monstruos malvados que bajo sus camas se esconden cada vez que me doy la vuelta.
No sería lo peor para un matrimonio vivir en casas aparte y que por un puente o pasillo se conectaran. Cada cual en su espacio. Pero eso también podría ser un arma de doble filo, además, ya con hijos sería mucho más injusto. Afortunadamente hace unas noches me sentí dichosa nuevamente de compartir la cama. Digo, siempre he sentido esa dicha pero en ocasiones me dejo llevar por la rutina. Golpeaba tanto frío que ni el edredón ayudaba a disminuir la pena que me aturdía mientras mis dientes tiritaban como rumberos sin rumbo. Porque para mí el frío es sinónimo de sufrimiento. Entonces busqué las piernas que yacían allí cerquita, las grandotas plantas de los pies prendidas como dos hornillas me masajearon ligeramente, y como soy débil para la carne recapacité de nuevo, recordando o aceptando por qué la gente duerme junta. Con frecuencia he pensado que dormir en pareja por lapsos de tiempo relativamente prolongados es un invento antinatural y anticonceptivo, pero quién sabe, tal vez ya no podría dormir sola porque es verdad que cuando me falta ese veinticinco por ciento por varias noches seguidas, la cama me resulta un lugar inhóspito y trabajoso a la hora de hallar el sueño. Además, casi todo se compensa con una taza de café y un besito tibio lleno de olores matutinos que indican que para mí ha sido una noche más que no me encuentro tratando de llenar la cama.